El mensaje oculto de Verano Azul y otros programas de televisión durante la Transición.

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Antonio Mercero, el rey del estereotipo español que mató a Chanquete

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El pueblo idílico, el verano idílico, la familia idílica. Antonio Mercero fue un director sin conflictos, que hizo de la ficción televisada un ejercicio de consenso político, con el que España transitó desde la dictadura a la democracia. El vicepresidente del Gobierno y almirante Luis Carrero Blanco le encargó una serie ambientada en un pueblo para transmitir los fueros del Movimiento Nacional y lo clavó, en Crónicas de un pueblo. Llegó la democracia y metió al país en unas vacaciones donde se hablaba de sexo, divorcio, alegría y libertad. España era una playa. Una vez salió del pueblo y acabó el verano, se centró en las peripecias de la vida laboral de una familia (muy) unida, a pesar de todo.

Mercero formó parte de la primera generación de la nueva era de directores (el Nuevo Cine Español, con Borau, Camus, Erice o Martín Patino) y de ellos se destacó por ser el maestro del estereotipo nacional en los setenta, los ochenta y los noventa. Lo volvió a intentar con Manolito gafotas, en los dos mil, pero no funcionó. Llevó a las casas un mundo y un modo, en apariencia, inofensivo, aunque su primer hit favoreció las necesidades del régimen, el segundo las de la Transición y, el tercero, las del mercado (Farmacia de guardia disparó a Antena 3 en su segundo año de vida, con cuotas de pantalla hasta del 63%).

El director de La cabina supo reducir los atributos psicológicos de sus personajes al máximo, evitando las complejidades de carácter hasta hacerlos seres predecibles por completo y transparentes al instante. Un éxito de masas garantizado. Las cifras de Mercero confirman su sabiduría en la ejecución de los recursos del costumbrismo, para reiterar atributos sobre grupos sociales, que despertaban y disparaban los prejuicios del espectador, con la intención didáctica de que el ciudadano tomara conciencia de sus derechos y sus deberes, pero también de sus limitaciones de clase. Ni siquiera Chanquete fue capaz de romper con el guión que le esperaba a España: sólo muere el rebelde.

La España del luto en blanco y negro de la Castilla interior, parecía iluminarse con la luz del Mediterráneo andaluz gracias al diálogo como referente democrático para la solución de cualquier conflicto. Y, sin embargo, al grupo de Bea y Pancho les costaba despegarse de los valores tradicionales de la familia cristiana y la obediencia, más propios de los días anteriores. Un buen retrato de la losa de la nueva España.

Eran los años de una televisión joven. Apenas treinta años y heredaba los desmanes del control político que padeció desde su nacimiento. La televisión era y es el mejor vehículo político. Todo lleva mensaje, sobre todo, en un medio que pasó de los 17, en 1978, a los 21 millones de espectadores, en 1982. El plan estratégico de TVE quedó escrito en el Estatuto Jurídico de la Radio y la Televisión (en enero de 1980), donde se especifica que la programación debe “contribuir al fortalecimiento de los sentimientos de unidad nacional”.

En ese tránsito Antonio Mercero era el perfecto productor de consenso entre todas las facciones sociales y políticas del país. La moderación (Crónicas de un pueblo, 1971-1973) era la marca de la casa y en ella se mantuvo Mercero, haciendo los cambios estrictamente necesarios (Verano azul, 1981) para dar forma a un futuro de perfil bajo, tan consumista como conformista (Farmacia de guardia, 1991-1995). Sin faltar nunca a la isla del estereotipo, un arte reservado a muy pocos.