El cine social y político hoy se queda huérfano. Ha muerto Bernardo Bertolucci, el hombre que convirtió su rabia en arte para convertirse en el cineasta que mejor retrató -y denunció- las consecuencias del capitalismo y de la diferencia de clases. Lo hizo en muchas de sus obras, ya desde su ópera prima, en la que con guion de Pier Paolo Pasolini bajó a los suburbios romanos para retratar la parte más sucia a la que nadie quiere mirar.
No es de extrañar que la conciencia política fuera uno de los principales motores de Bertolucci como creador, primero porque su padre, Attilio Bertolucci, era un poeta de ideales marxistas, los mismos que heredó su hijo, y que se reforzaron cuando entró en contacto con una figura esencial para su cine y para que diera el salto a la realización -aunque el cine y la literatura siempre despertaron su joven imaginación-.
Con menos de 20 años Pasolini se presentó en la casa familiar. Era amigo de su padre, y Bertolucci se sintió fascinado por sus ideas, por sus palabras y más tarde por su cine. Marxista convencido -también crítico con su concepción casi religiosa- se convirtió en todo un referente para aquel chaval que empezaría como ayudante de dirección de Pier Paolo Pasolini en su debut, Acattone. Tardaría sólo un año más en saltar a la dirección con la materia prima de su maestro.
Su segunda obra siguió insistiendo en lo que ya se apreciaba en su debut, su poesía visual, sus juegos narrativos y un corazón que bombeaba política en todas las direcciones. Antes de la revolución muestra a Fabricio, el burgués que antes de la revolución de mayo del 68 se enfrenta a sus propias contradicciones, como ser miembro del Partido Comunista Italiano. Un canto a una generación desencantada y al fervor en las calles como forma de protesta
También estaba ese bullir político en El conformista, la película con la que fue nominado al Oscar al Mejor guion, y que es un canto antifascista y también un dedo acusador a aquellos que las permiten. Queda claro en una frase contundente del filme; "Sólo unos pocos creen en el fascismo. Unos nos apoyan por miedo y otros por dinero". Los ricos permiten el auge de la extrema derecha aunque no compartan ese ideal, porque prefieren callar y mantener su status quo a costa de los demás. Bertolucci defendía que sus películas eran “desesperadas”, ya que siempre tenían un componente de denuncia social.
Otra de las personas a las que admiraba hasta la extenuación era a Jean-Luc Godard. Era su ídolo desde que estrenara Al final de la escapada, y terminaron siendo amigos, aunque aquella relación se enfrió porque según el francés, Bertolucci se había vendido a una major para rodar El conformista. Es a raíz de esta película cuando tiene lugar un encuentro entre ellos que reaviva la llama política y marxista del italiano. Ambos quedaron en París, con el filme ya estrenado, y Godard simplemente le dio una fotografía de Mao en la que había escrito la frase: “Lucha contra el capitalismo, lucha contra el individualismo”.
Basé mucho mi cine en la contradicción entre burguesía y revolución. Sigo tomando en serio la palabra ‘revolucionario’, debe manejarse con cuidado en lugar de banalizarla
Dos años después llegaría la polémica con El último tango en París, y en 1976 la obra cumbre en la que plasmaría toda su bilis política, sus ideales y su fuerza narrativa. Se trata de Novecento, el mayor fresco del auge del fascismo en Italia desde comienzos del siglo XX hasta la liberación del país en 1945. Un filme que podría extrapolarse hasta cualquier momento histórico para hablar de cómo la lucha de clases sigue siendo necesaria en un mundo en el que el capitalismo lo domina todo. Bertolucci incide en una de sus ideas favoritas: los poderosos son capaces de permitir la extrema derecha siempre que no les toquen sus privilegios, algo que se ve en la actualidad. Su visión pesimista recuerda también a El Gatopardo, ya que los proletarios están condenados a repetir su lucha, ya que al final nadie cambia el sistema que es el que les oprimía.
Bertolucci hablaba siempre de la importancia de la historia en el individuo, y hasta en sus últimas entrevistas seguía mostrando su activismo y sus ganas de revolución. En 2013 Le Figaro publicaba un encuentro con el director en que aseguraba que seguía siendo Marxista, y que sigue buscando “el equilibrio, o falta de equilibrio, entre lo íntimo y lo colectivo”. “Basé mucho mi cine en la contradicción entre burguesía y revolución. Sigo tomando en serio la palabra ‘revolucionario’, debe manejarse con cuidado en lugar de banalizarla como lo hacemos con demasiada frecuencia”, decía entonces.
“Cuando rodé El último emperador, entre 1984 y 1986, vi el comienzo de la transformación en China. La llegada del rock, de la ropa, la gente sonreía… aquellos que hacía mucho que no lo hacían. La mezcla de comunismo y capitalismo es muy curiosa, eso seguro, pero no tengo miedo a las paradojas, especialmente porque me gusta la cultura francesa. Soy, como dijo Robert Bresson: “un pesimista alegre y un optimista triste”, zanjaba cuando le preguntaban sobre si había que acabar del todo con el capitalismo.
Pese a todo él siempre se situó al lado del comunismo, realizó películas documentales para ellos, y siempre tuvo claro que no todos se habían convertido en burgueses, y que eso es algo que se había inventado “gente como Godard, los que está fuera de la lucha de las masas”. “Teniendo en cuenta la situación mundial actual, y la situación europea en particular, la revolución armada no es posible. La revolución se hace día a día en el parlamento. Cada vez que los extremistas fueron capaces de atraer a un gran número de seguidores y de pasar al delirio verbal a la acción, la situación en sí retrocedió 20 años. Creo que para la clase obrera, el anarquismo es peligroso”, opinaba en 1973 en Rolling Stone en una entrevista donde confesaba el único lugar en el que él creía que no había diferencia de clases: en un cine en el que todos los espectadores son iguales y se enfrentan una película. Su cine fue su mejor arma política.