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La ficción invita a soñar. El cine y las series nos hacen, muchas veces, creer en un mundo mejor. En ocasiones, incluso, lo hacen reescribiendo la historia. Lo hizo Tarantino, que planteó una realidad paralela en Malditos Bastardos, donde se atrevía a matar a Hitler en un final catártico donde la violencia alumbraba un futuro mejor. Y repitió la jugada maestra en Érase una vez en… Hollywood, su maravillosa última película que pone los ojos en el año en que la meca de cine cambió para siempre y en el suceso que dio la última estocada: la muerte de Sharon Tate. Tarantino volvía a mostrarnos que la ficción es mejor que la realidad, y salvaba a Tate de las manos de la secta de Charles Manson gracias a un actor de doblaje. Un homenaje cinéfilo de llorar de gusto.

Desde el primer minuto de la nueva serie de Ryan Murphy para Netflix, Hollywood, me he preguntado qué pensaría Tarantino si la viera. Mi apuesta es que se hubiera arrancado los ojos o hubiera apagado la televisión a los cinco minutos del soporífero culebrón de Murphy, que no termina de dar con la clave desde que fichó por la plataforma. La idea del creador es maravillosa, prometedora. Lo que ha hecho es todo lo contrario. Murphy plantea un mundo en el que alguien se atrevió a dar un golpe en la mesa para que en la década de los 40 las minorías no fueran apartadas de los estudios. ¿Se imaginan que alguien hubiera apostado por creadores negros, que los gays hubieran podido decir abiertamente su condición sexual en vez de casarse con sus secretarias? Un sueño optimista y maravilloso.

El problema es que para Murphy esa idea es la excusa, el fondo de la serie y la meta a la que llegar. Mientras tanto vuelve a desplegar una mamarrachada donde están todos sus defectos y ninguno de sus logros. Si quería hacer un homenaje a estas minorías, y según se anunció lo iba a centrar en Rock Hudson, Anna May Wong y Hattie McDaniel, personas reales que sufrieron la censura de Hollywood y el código Hays, uno no entiende por qué da el protagonismo a un aspirante a actor blanco, heterosexual y guapísimo. Tampoco les coloca en la segunda línea de batalla. Ahí están el director soñador (blanco, hererosexual y guapísimo), y dos aspirantes a actriz: las dos delgadísimas y guapísimas, una negra, primera nota de diversidad.

Fotograma de Hollywood.

De los tres actores reales el que tiene más protagonismo es Rock Hudson, y mejor que no lo tuviera. Para Murphy uno de los principales actores de la historia del cine es un cateto, estúpido, mal actor, tonto y capaz de hacerle una mamada a su agente para conseguir el estrellato. Como homenaje le veo sus fallos. No ahonda en su personalidad, en su trauma, y lo que podía haber sido una historia maravillosa de toma de conciencia es un gag de La hora chanante protagonizado por un actor que parece un muñeco de cera.

Hasta moralmente me provoca problemas la serie. Entiendo que es una fantasía, una idealización, y que no quiere juzgar a sus personajes, pero no puede ser que banalice la prostitución de actores para conseguir la fama y la plantee como algo divertido y jocoso. Un desfile de modelos que cambian de modelitos y lucen palmito. Eso sí, el agente de Rock Hudson está simplificado hasta el mal más absoluto. No hay una frase que diga que no sea desagradable, sexual o abusiva. Para que nos quede claro que él es el malo, el monstruo. Las actrices que pagaban a jovencitos no.

Jim Parsons en Hollywood.

Hollywood cede todo el protagonismo a sus actores jóvenes que son los personajes creados, y sin embargo son los menos interesantes, peor escritos y hasta interpretados, mientras que las actrices veteranas, que dan vida a las grandes divas del Hollywood clásico son las únicas que remontan la función. El personaje de Darren Criss se presenta en escena teniendo sexo tres veces, porque eso sí, carne a gogó. Y aquí es donde abro otro melón por el que me pueden caer palos de los fans de Murphy. ¿No es la mirada del creador la misma con la que rodaba Kechiche a las actrices de La vida de Adele?, ¿acaso no es una mirada que convierte los cuerpos de jóvencitos en objetos sexuales? Murphy convierte todo en un 'soft porn'. Lo sexualiza sin ton ni son. El protagonista parece un modelo que cambia de ropa y se desnuda mientras su cámara disfruta viéndole en calzoncillos, porque su arco narrativo es prácticamente inexistente. 

Está claro que Hollywood tiene un problema con la doble moral. Que es una industria donde han sido unos pacatos con el sexo y que durante décadas la mujer ha sido sexualizada y desnudada con motivos económicos. La solución no es sexualizar y desnudar a actores por el mismo motivo. Es tratarlo de una forma que sea coherente con la historia. Comparar los desnudos de Call me by your name con los de Hollywood es la prueba perfecta de dónde el desnudo es necesario y contado con gusto y donde hay una mirada que, además, se atreve a censurar en su propia serie.

Por supuesto que Murphy tiene sus momentos, y algo se endereza a partir del capítulo cinco, cuando da más protagonismo a aquellos que producen ese cambio distópico en la historia, cuando da voz realmente a los que no la tienen y se olvida de las otras tramas. Ahí es donde se rinde a su fantasía y uno empieza a disfrutar algo y hasta llega emocionarse con ese episodio final que hace soñar con lo que podríamos haber logrado si hubiera habido valientes y no personas que aceptaron todo con tal de mantener su estatus quo. El problema es que le pierden sus filias y todo tarda en llegar, y mientras Tarantino se tomaba dos horas de pura cinefilia, honesta y emocionante si forzar para llegar a su final, Murphy aburre más de cuatro horas con un homenaje a golpe de Wikipedia. Si a Hollywood le quitas sus cuatro primeros episodios es un digno entretenimiento nostálgico -demasiado naif e inocentón-, con ellos se convierte en la peor serie de Ryan Murphy.

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