Crítica: ‘Maricón Perdido’, Bob Pop se abre en canal y convence con su primera serie
El escritor firma su primera ficción de la mano de TNT y El Terrat para contar su historia, la de un niño gordo y gay en la España de los 80 y 90.
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Hay una palabra a la que siempre hay que coger con pinzas, ‘autoficción’, un término que se ha puesto de moda en los últimos años, aunque haya escritores como Emmanuel Carrère o Annie Ernaux que lleven décadas creando obras maestras. El riesgo de la autoficción es darse demasiada importancia. Ponerse en el centro del relato como simple hecho egocéntrico, o incluso de pereza narrativa. Para qué imaginar, fabular o crear, si uno puede colocarse como protagonista.
Pero la autoficción no es fácil, y un porcentaje muy alto de los que la practican acaban escaldados. Realizan ejercicios vacíos. Se creen más importantes de lo que son y acaban realizando algo parecido a una terapia en forma de creación artística. No tienen claro qué quieren contar ni por qué ellos serán la herramienta para contarlo.
Reconozco que tuve ese miedo cuando empecé a ver Maricón Perdido, la primera serie creada por Bob Pop. ¿Por qué colocarse en el centro de tu ficción? Es un riesgo muy grande para alguien que da el salto a otro medio. El miedo se disipó según avanzaba el primer episodio, y especialmente al ver los dos siguientes. Bob Pop se ha colocado como centro del relato porque no había otra opción. Porque su experiencia como niño gordo y maricón en varios momentos históricos de nuestro país no es una experiencia más. Es la de una persona que sufrió en sus carnes el bullying, el señalamiento por ser diferente, la caspa de un país que se creía más moderno de lo que realmente era.
Lo bonito de Maricón Perdido es que no es un ejercicio autobiográfico, sino que el autor se abre en canal y coge su propia experiencia para crear una serie diferente, que tiene vida propia y una identidad que la diferencia. Tanto en lo narrativo como en lo formal. Bob Pop huye de las frases de autoayuda, de las tazas de Mr. Wonderful, e intercala un momento hermoso con un lanzazo de realidad en el costado. Y todo ello con una apuesta estética que parece impropia de un debutante.
Maricón Perdido apesta a realidad. A la dura realidad. Y también lo hace a surrealismo, a magia. Parece un oxímoron, pero no lo es. La realidad de las clases de gimnasia, del padre que machaca, de la madre que no entiende. El surrealismo de esos arrebatos musicales tan bien intercalados, de esas ensoñaciones con su madre, el surrealismo que quita el dramatismo a una violación en el retiro -aunque ese viraje de color no termine de funcionar hay que agradecer el salto al vacío-. Incluso decisiones que podrían caer en el ridículo, como negarle el rostro a su padre, están resueltas de una forma que le otorgan a su serie personalidad.
Bob Pop consigue que su serie sea, además, importante. Un adjetivo que la prensa usamos con demasiada facilidad, pero que en este caso es de justicia decirlo. Lo es porque sin subrayados, sin grandes discursos y sin discursos de tribuna, es un manifiesto político contra la nostalgia, por la diversidad y que demuestra que lo íntimo es político, y que los cuerpos son políticos. Hay todo tipo de cuerpos en Maricón Perdido, y los hay porque su creador es consciente de que lo que no se muestra, no existe.
No era una apuesta fácil, y a veces las piezas no terminan de engarzar del todo, pero casi siempre lo hacen gracias también a un montaje que sabe cómo conjugar los dos tiempos de la historia y, sobre todo, a un reparto descomunal. Empezando por esa madre a la que da vida Candela Peña, y que puede pasar del patetismo a la ternura en una sola frase. Un personaje que es un doble carpado hacia atrás del que sólo una kamikaze como ella puede salir indemne y fortalecida. Y acabando por los dos Robertos, Gabriel Sánchez y Carlos González, dos hallazgos de cásting que desprenden ternura, dos rostros frescos y magnéticos.
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