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El cine tiene mucho que ver con la magia. Un director tiene la misma función que un prestidigitador, realizar un truco para captar la atención del espectador. Hay magos que recurren a trucos ya vistos, otros que innovan y otros que siguen sacando conejos de la chistera una y otra vez, pero al final todos buscan trasladar al público a un estado de incredulidad, de suspensión de la realidad. El director Alexandre Koberidze cree en la magia del cine, pero cree en la magia que puede extraerse de cualquier lugar. De una calle vacía, de un partido de fútbol o de un perro abandonado. Su segunda película, ¿Qué vemos cuando miramos al cielo? es una rareza, un objeto que podría ser definido como una fábula de realismo mágico donde cabe el amor. No sólo el romántico, sino el amor por todo lo que conmueve.

Su filme empieza como un cuento de amor que presenta a un chico y una chica que se encuentran por casualidad en un par de ocasiones. Se enamoran a primera vista y deciden quedar al día siguiente. Pero un maleficio hace que cambien sus rostros y sea imposible que se reconozcan. Una trama que podría ser propia de una historieta de Disney sobre el amor romántico, o para una fábula colorida al estilo Amelie, pero que Koberidze utiliza como resorte para desplegar un retrato coral de un lugar y de un país, Georgia.

Mientras que en lo narrativo adquiere toques fantásticos, en lo visual su apuesta es radicalmente realista, cercana al documental. Una suerte de realismo mágico que consigue sacar una belleza inusual de momentos cotidianos como un bar, una clase de música o unos niños jugando al fútbol -en una de las mejores escenas del filme, un partido a cámara lenta donde niños y niñas se divierten en una cancha en la calle-. Un realismo estético que rompe con juegos e insertando cartelas que explican o dan un nuevo significado a lo visto. De hecho, para materializar el cambio físico de sus protagonistas incluso les pide que participen en un truco de magia. Les pide que cierren los ojos hasta que escuchen la señal y vean a los nuevos actores que les interpretan.

Hay un juego de narradores omniscientes, voces en off, leyendas mágicas, carteles sobreimpresionados y múltiples voces, pero siempre desde una inocencia, y una pureza casi naif. Hay en toda la mirada del director algo limpio, y es esa limpieza, esa falta de cinismo e ironía es una apuesta que convierte el filme en algo raro y extrañamente bello, pero sobre todo diferente. Es una fábula mágica sobre el amor como casi nunca se ha visto. Quizás peca de ser demasiado expansiva y finalmente algo autoconsciente. El director va extendiendo su juego de narrativas y va presentando personajes e historias que se entrecruzan y que al final alargan la propuesta hasta unas innecesarias dos horas y media y haciendo que se desvanezca el efecto mágico de su propuesta,

¿Qué vemos cuando miramos al cielo? No es sólo una fábula sobre el amor, o sí, pero no sólo sobre el amor romántico, sino también por el amor al cine, que impregna cada fotograma del filme y que incluso se materializa en la trama de un equipo que busca rodar una película en las calles de esta ciudad georgiana y para ello intenta encontrar a seis parejas enamoradas que representen el amor en sus rostros. También el amor por el fútbol, que en el fondo también tiene algo de truco de magia, y que también entronca con el cine en su capacidad de emocionar, de unir, de eliminar fronteras y distancias.

El fútbol como elemento cohesionador de todo, hasta de dos perros, porque Alexandre Koberidze se saca de la manga una historia protagonizada por dos canes que quieren ver el fútbol y no se encuentran, logrando momentos surrealistas.Un título que recupera una capacidad de sorpresa cada vez más difícil de encontrar en el cine, y que hay que ver sin prejuicios, con la misma transparencia con la que su director mira a su pueblo, a su gente y a sus calles.

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