Crítica: 'La hija oscura', un fascinante retrato de los desafíos identitarios de la maternidad
Punzante drama psicológico dirigido con precisión por Maggie Gyllenhaal, que llega con tres nominaciones a los Oscar: guion, y para dos de sus actrices, Olivia Colman y Jessie Buckley.
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Hay algo en el núcleo emocional de las obras de Elena Ferrante que encuentra cierta crueldad en lo femenino. No como una materia inherente a la mujer, sino como sustancia que emana incontrolable en respuesta de lo que la sociedad espera de ella. En su lucha contra esas expectativas, las mujeres de La hija oscura y La amiga estupenda (novelas firmadas por la autora italiana) encuentran en el desarrollo intelectual una forma de salir de las jaulas en las que las han encerrado, solo para descubrir que les han cortado las alas. Aun así, aprenden a volar. También, que aletear a contracorriente duele.
Como Elena y Lila en la serie de HBO Max, en la película que adapta y dirige Maggie Gyllenhaal, Leda (Olivia Colman) y Nina (Dakota Johnson) se buscan en la otra. Al recibir un reflejo, se despierta en ambas un mar de contradicciones que arrastra admiración, celos, compasión, atracción y rechazo; todo al mismo tiempo. Desde que sus miradas se cruzan por primera vez en la playa ya no dejarán de escudriñarse y envidiar lo que creen que no tienen y ha conseguido la otra, ya sea la libertad o la capacidad de entrega. Un sólido ejercicio de dirección en el que Gyllenhaal encuadra con elocuencia los anhelos, la curiosidad y la vergüenza que se alternan bullentes en el interior de cada una.
Especialmente en Leda. La llegada de Nina no solo trastoca su tranquilidad, también trae consigo un oleaje de recuerdos al reconocerse en ella. A partir de ese momento se produce un juego constante de dualidades que funcionan como espejo y contrapunto: dos muñecas, dos niñas que las corroen, Nina y Leda en el presente, Nina y la Leda del pasado... Una aliteración que se manifiesta en un montaje en el que el presente evoca imágenes del pasado. Y, como la piel de una naranja que se convierte en serpiente, poco a poco se nos va revelando el origen de su melancolía. De un sentimiento de culpa que creía superado. Una culpa compleja y contradictoria como ella misma, porque surge tanto del hecho cometido, como del placer que sintió al cometerlo sin experimentar culpabilidad.
La frustración y la culpa por no vivir la maternidad como cúspide de la realización personal, y como se presupone debe hacerse por instinto, siguen siendo estigma social, motivo de vergüenza y tema tabú. Aspirar a que la cuestión de la propia identidad no se reduzca a la etiqueta "madre de" puede ser motivo de condena social; de llevar colgada, cual letra escarlata, la etiqueta de "mala madre". Porque para la mujer, por el mero hecho de serlo, hay cosas que son imperdonables.
"Odio hablar con mis hijas por teléfono" dice Leda en un momento de la película, una frase que tras su aparente sencillez esconde un subtexto explosivo, que es acallado inmediatamente por su interlocutor: "no digas eso". Porque hay cosas que una madre no puede decir en voz alta. Cosas que ni siquiera debe atreverse a pensar. Afortunadamente, cada vez tenemos a más mujeres como Elena Ferrante y Maggie Gyllenhaal para contarlas.
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