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Las expectativas estaban por las nubes ante el desembarco en el Festival de Málaga de la segunda película de Carla Simón. La catalana venía de hacer historia en la última edición del Festival de Berlín gracias a la histórica decisión de un jurado presidido por M. Night Shyamalan, un cineasta en las antípodas del estilo de la autora de Verano 1993. La directora de 35 años se ha convertido con Alcarràs en la primera mujer española en ganar en un gran festival. Nuestro cine no tocaba oro en una de las grandes citas como Berlín, Cannes y Venecia desde el Oso de Oro a la adaptación de La colmena de Mario Camus en 1983. Después de verla, es fácil entender por qué. 

A modo de calentamiento antes de su estreno en los cines el próximo 29 de abril, el drama rural ha pasado por el certamen andaluz como plato fuerte de su 25 edición. Al finalizar su primer pase, la emoción se palpaba en el ambiente. No es habitual asistir al nacimiento de una película con aroma de clásico instantáneo. Se pueden entender los paralelismos que algunos han trazado entre Alcarràs y la obra de Victor Erice, pero la consagración de Simón como una de las voces más personales y reconocibles del nuevo cine de europeo está por encima de comparaciones. El segundo trabajo de la barcelonesa es una versión en esteroides del potencial que dejaba entrever un estupendo debut estrenado hace cinco años precisamente en el festival alemán, la casilla de salida de una carrera que promete dar muchas alegrías a nuestra industria. 

El verano vuelve a ser la estación escogida por la barcelonesa para ambientar su evocador universo narrativo. Si en su ópera prima recurría a la autoficción para contar un episodio trascendental de su infancia, en su continuación vuelve a tirar de los recuerdos para contar la historia de una familia de una pequeña localidad rural de Cataluña que se enfrenta a un episodio traumático que cambiará para siempre el destino de tres generaciones distintas. Después de ochenta años cultivando la misma tierra, la familia Solé se reúne para realizar juntos su última cosecha después que un tecnicismo les impida seguir explotando la finca de melocotoneros que ha determinado sus vidas desde que el patriarca de la familia, un anciano que ha dejado de hablar, era solo un niño. 

Los tres hijos de la familia de 'Alcarràs'.

Un grupo de actores no profesionales (que incluyen desde un agricultor jubilado que ha dedicado toda su vida al campo a una profesora de primaria) se convierten por obra y gracia de la minuciosa labor de dirección de la catalana y la desarmante naturalidad de su reparto en los Solé. Después de ver Alcarràs resulta difícil creer que no sean familia en realidad, tal y como les confesó el director de El sexto sentido en el festival alemán. No hay eslabón débil en una película que, después de la notable Seis días corrientes, perpetúa el romance del cine en catalán con los actores amateurs. 

Especial atención merecen los tres hombres que vertebran las diferentes generaciones del relato: Josep Abad como el patriarca que enmudece cuando el legado de sus herederos desaparece ante sus ojos, Jordi Pujol Dolcet como el nuevo patrón de la empresa familiar que se niega a aceptar el futuro inminente de los suyos y un carismático Albert Bosch que se come la cámara en cada una de sus escenas como el alocado hijo adolescente de los Solé. 

Alcarràs es una de esas películas en las que parece que no está pasando nada cuando en realidad bajo la superficie subyace un relato de escala monumental que funciona a varios niveles. La película de Simón es al mismo tiempo un relato sobre las pérdidas de las tradiciones; una historia de denuncia contra los abusos de un sistema que ha dejado de lado a aquellos que ponen nuestros alimentos sobre la mesa; la crónica de una crisis familiar y de un modo de vida, y un choque de trenes entre tres generaciones con experiencias y expectativas distintas. 

Primer clip de 'Alcarràs', de Carla Simón | Versión original subtitulada al inglés

A pesar de que el drama es un elemento común a muchos de los frentes que abre la directora, estamos ante una película en que la belleza y las pequeñas alegrías (una familia comiendo caracoles alrededor de una mesa, unas niñas jugándose la vida sin querer con la maquinaria de su familia) dominan la experiencia audiovisual y emocional de la audiencia que se atreva a dejarse llevar por la subyugante mirada de Simón detrás de la cámara. Sus dardos tampoco pasan desapercibidos, como ese sútil y elocuente retrato del adinerado arrendatario dispuesto a dejar a los Solé en la calle como un alguien que se ve a sí mismo como un hombre así mismo y un cowboy que no va a ninguna parte sin su característico sombrero. 

El flamante Oso de Oro deja a su paso una serie de viñetas memorables que se quedan en la retina y el corazón después de abandonar la sala. Una última visita del anciano a los campos a los que dedicó toda su vida o el momento en que los hijos adolescentes ven llorar a su padre por primera vez (un paso ritual que cualquier persona reconocerá como propio en sus vidas) pondrán a prueba las emociones del interlocutor de una película que, como ya pasaba en Verano 1993, se reserva para sus últimos minutos una bomba de relojería que emocional que culmina un excelente ejercicio de contención y precisión narrativa durante las dos horas que dura la película. Más que una película, Alcarràs es un milagro

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