Castilla y León

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Castillos y fortalezas de Salamanca: Béjar

14 julio, 2018 14:58

Mil años dan para muchos avatares. En el caso de los monumentos, su constante trasiego es directamente proporcional al número de manos por las que pasen, cada una dejando su impronta para la posteridad. El quinto capítulo de la serie dominical sobre los castillos de Salamanca se acerca hoy hasta uno de los mejor conservados, el Palacio Ducal de Béjar, ejemplo de edificación levantada sobre una antigua fortaleza cristiana que se fue remodelando según el transcurso de sus dueños, pedazo a pedazo, pasando por diferentes formas y usos desde privados a públicos, un palacio como emblema de poder entre la complicada situación geográfica al sur de la provincia charra, en territorios a caballo entre Salamanca, Cáceres y Ávila, pero sobre todo uno de los epicentros industriales de toda España gracias al textil.

Erigido a finales del siglo XVI con su forma definitiva que aún se conserva, el Palacio Ducal de Béjar fue en sus inicios un castillo cristiano compuesto por dos recintos rectangulares, uno dentro del otro, con torres cilíndricas reforzando los ángulos y un recinto irregular más exterior como antemuro con torreones prismáticos de refuerzo. Precisamente el Fuero Real de Béjar, cuya fecha se sitúa entre 1291 y 1293, menciona a dicho castillo junto al conjunto de defensas amuralladas del que forma parte. Este importante documento que dotaba de concejo a la zona estipula una serie de normas que dan a entender cuál era la situación de Béjar y cómo se antojaba en epicentro de buscadores de poder. Así, todo vecino que tuviera la valía de 3.000 maravedís se convertía en caballero, estando obligado a comprar bestia de silla de cabalgar, fuera ésta caballo, rocín, mulo o mula, que valiera al menos cien maravedís, y sus peones debían tener lanza, dardo y ballesta o perderían, al igual que los caballeros, algunos derechos, pues nadie estaba obligado a responder a sus querellas.

Todo ello es fruto de la disminución del peligro musulmán al haber recuperado los cristianos un siglo antes la ciudad fruto de la ingeniosa batalla protagonizada vestidos como hombres de musgo, que actualmente se rememora como tradición con arraigo popular y fines turísticos durante las fiestas del Corpus. Por lo tanto, el castillo había perdido su función de fortaleza defensiva contra el enemigo y ganaba más peso como base para la dominación. Prueba de ello, en el Fuero se recoge que los vecinos con casa poblada pagan impuestos concejiles destinados a la construcción y reparación de la muralla y torres, mientras los caballeros con caballo que valga más de cincuenta metcales están exentos de tales tributos.

Objeto de disputas, trueques y permutas, después de haber pertenecido a sucesivos señores, el castillo pasa en 1396 a posesión de Diego López de Stúñiga, el primero de la familia de los Zúñiga que un siglo después conseguiría el título de duque de Béjar. Así, sucesivamente durante más de cien años se acometen diversas obras en la fachada y zonas verdes del recinto, como la disposición de un jardín con tres cuarteles de setos recortados y una fuente ornamental que utilizaba gran cantidad del acueducto o la transformación en huerta de arboleda de un espacio público, que acarrearon protestas entre el pueblo. No es hasta la llegada de Francisco II, entre 1565 y 1591, cuando el castillo adopta su forma palaciega, con una portada de ingreso por la Plaza hoy desaparecida, un segundo cuerpo de la galería del sur con vistas al monte del Castañar, la Puerta del Hierro y la Fuente de la Venera, que aún se conserva y muestra la fecha final de estas reformas: A.D.M.Q.S.N., esto es, anno domini 1569.

Con fachada jalonada a uno y otro lado por sendos cubos, uno redondo y otro poligonal, el edificio alberga en su alto azulejos blancos y azules, cornisas y escudos. También se conserva la fachada de mediodía, con varias ventanas trazadas y escudadas, mientras que en su interior destaca el patio con galerías de arcos y columnas semijónicas en dos alas y sendos pisos sobre cuyas enjutas se alternan los escudos, algunos con las iniciales F y G, correspondientes a Francisco de Zúñiga y Guiomar de Mendoza. Una escalera con una serie de arcos rampantes muy aplanados sobre columnas jónicas y pedestales completan un patio con la mencionada fuente, decorada por medias columnas corintias, entablamiento y remate de talla. Hasta el siglo XVIII, el castillo se transforma definitivamente en palacio con los remates de chapiteles de plomo sobre armadura de madera que mostraban los dos torreones de la fachada sur, siendo objeto de varios cuadros del artista veronés Ventura Lirios, así como protagonista de una decoración interior propia de los mejores aposentos reales de la época.

Tal era la importancia del palacio-castillo de Béjar que tampoco pasó desapercibido durante la Guerra de Independencia. De 1808 a 1812, los vecinos de la ciudad textil tuvieron que soportar diversos actos de pillaje por parte del ejército francés, el más flagrante el incendio del palacio ducal, una fecha que marca el inicio de la decadencia para esta insigne edificación, que en el último cuarto de siglo anterior había pasado de manos de los Zúñiga a los duques de Osuna, y posteriormente, ya en 1869, a ser propiedad del Ayuntamiento bejarano.

Desde entonces, lo que comenzó como fortaleza defensiva y después se convirtió en elemento señorial de poder y distinción, albergó diversos usos, cual estancia sobrante con la que no se sabe qué hacer. Así, en 1870 se empleó como casa consistorial, en los años veinte como cuartel de infantería, dos décadas después sirvió de viviendas para familias humildes y a partir de 1963 es centro educativo, hoy día Instituto de Enseñanza Secundaria ‘Ramón Olleros Gregorio’, compaginando en ocasiones esta función con la de Casa de Cultura, Museo Municipal y eventual sede del Ayuntamiento. A raíz de la crisis industrial y la búsqueda de nuevos horizontes económicos para la ciudad, sobre todo en el sector turístico, el Palacio Ducal de Béjar se ha convertido también en una de las joyas a promocionar. De hecho, está catalogado como Bien de Interés Cultural con la categoría de monumento desde el año 1931, un claro ejemplo del paso del tiempo que en este caso, como el buen vino, mejora con los años.