Del mismo modo que Aníbal conquistó la antigua Arbocala romana, tiempo después fue el vino de Toro lo que nos conquistó a muchos de nosotros. Bien elaborado con Tintas de Toro y Garnachas, con Malvasías y con Verdejos, el caso era beberlo y poco importaba antaño la variedad de uva que había sido pisada, o qué digo, nada importaba. Lo importante era tener una azumbre en la mano y beberla con salud, con ganas y en compañía. Tal era así, que ya en el s. XIV, Trotaconventos le recomendaba al Arcipreste de Hita:
“Y aun otra cosa os diré de cuanto allí aprendí:
donde hay vino de Toro, no beben de baladí.
Desde que partí de ellas, todo este vicio perdí,
quien a monjas no ama, no vale un maravedí.”
Reyes, nobles y sus bufones, juglares, poetas y trovadores, cortesanas no tan señoras y sus señores, han ido siempre alabando sus cualidades únicas: rojo, duro y cortante, recio, y con cierto sonido si se sabe escuchar. Como un cuchillo rasgando un lienzo, así suena todavía el vino de Toro cayendo por los tragaderos de un forastero. Pero suave como el agua cae por la garganta de un acostumbrado toresano.
Sobre todo, si ese toresano era Fray Diego de Deza, quien jugó un importante papel en el descubrimiento de América. Este teólogo de la orden dominica nació en Toro en 1443, y llegó a ser obispo de Zamora, de Salamanca, de Jaén, de Palencia, arzobispo de Sevilla e incluso confesor de la católica reina Isabel. De esa relación con la reina se deriva que Deza actuara de mediador entre los Reyes Católicos y Cristóbal Colón, de quien era buen amigo y con quien compartía sus mismas y emprendedoras ideas, con el ya conocido fin de arrimar el hombro en su proyecto de encontrar otra ruta a las Indias.
Muchos autores teorizan que, fue Deza, amante de este vino, como buen “cermeño”, – que es así como nos hacemos llamar los de Toro – quien sugirió el nombre para la carabela más veloz que tenía Colón, “La Pinta”, un apelativo que le venía muy a colación por ser una frecuente medida de vino en la época, y cuyas bodegas fueron específicamente cargadas con buenas barricas de este vino.
Nos preguntamos si podría haber sido este uno de los motivos de la gran celeridad de la embarcación. ¿A mayor entusiasmo de los “jinetes”, mayor presteza del “caballo”? Queremos pensar que sí.
La Pinta fue una carabela de tipo nórdico, con velamen cuadrado y sencillo. Los palos de mayor y mesana estaban aparejados con otra gran vela cuadrada. Tenía más de cinco metros de manga y casi veinte de eslora. Incluso el mismo Colón apuntó en su diario de a bordo que hasta quince millas por hora había alcanzado La Pinta en una jornada.
Pero unas velas y unos palos no gobiernan solas un barco en un océano como el Atlántico, y menos aún sin saber donde están las orillas del otro lado… Entonces, siendo el vino ahuyentador de miedos, de fantasmas y de preocupaciones, e intuyendo que pudo destilar bravura y vigor en la marinería, ¿quién puede negar que no fue este vino el elemento que amortiguó a los tripulantes las desventuras de su viaje, los hinchó de brío a diario y los hizo llegar enteros y ligeros a la playa de Guanahani?
Sea como fuere, lo cierto es que este tinto néctar de dioses participó en tamaña hazaña de exploración, calmando a sedientos, alegrando a tristes y curando a heridos durante esta larga e incierta travesía. De esto último se deduce, por cierto, la habilidad de este vino para conservar su alcohol y sus cualidades durante largos períodos de tiempo, y bajo circunstancias extremas de humedad, conservación y vapuleo. Hasta ese punto era tan bien considerado el caldo de Toro, que hasta bien entrado el s. XVII siguieron exportándolo a las colonias españolas allende los mares.
Estos tintos de la muy noble, muy leal y muy antigua ciudad de Toro alcanzaron un gran prestigio como decíamos entre nobles y clérigos, entre gentes de campo y hasta en hombres de letras, como nos dejó entrever Góngora comparándolo con una piedra preciosa:
“…porque es siempre este color
el antídoto mejor
contra la melancolía:
yo por alegrar la mía
un rubí desaté en oro.
El rubí me lo dio Toro.
El oro Ciudad Real.
¿Hice mal?”
E incluso en el s. XVIII las gentes locales lo ensalzaron tanto, que la postrera leyenda toresana alega que para elaborar la argamasa utilizada en la construcción de la Torre del Reloj se usó vino en vez de agua. Y no falta argumento aquí, ya que, por entonces se producía mucho vino en las casas y en las bodegas subterráneas de la ciudad, y darle salida desde ahí era mucho más económico que subir el agua en carros desde el Duero, que pasa cien metros más abajo curveando por la Vega de Toro, al final de los empinados barrancos. Y es que al transitar bajo el arco de esa torre ya huele a vino ¿será verdad la leyenda?
No sabremos nunca lo que sucedió en realidad con La Pinta tras ser la primera nave en avistar tierra – recordemos a Rodrigo de Triana aquí como homenaje – y luego de ser también la primera en regresar a Baiona, para dar la buena nueva del viaje y para mostrar los nuevos y exóticos productos traídos de allí. Ya no quedaría vino en la bodega imaginamos.
Algunos creen que La Pinta fue destruida y abandonada en sitio indeterminado, otros piensan que se hundió en las Indias en otro viaje posterior. Lo que sí es cierto es que La Pinta estaba tripulada por unos veinticinco hombres a las órdenes de Martín Alonso Pinzón, un inquieto marino amante del mar. Se dice que su tripulación lo adoraba y él estaba dispuesto a hacer cualquier locura por ellos. Incluso beber vino de Toro para ser el primero en divisar el Nuevo Mundo… o el segundo, detrás de Triana.