¿Podemos siquiera imaginar el coste en dinero de construir el Monasterio de El Escorial? Pues hasta cinco inmensos complejos más como este se pudieron haber levantado con la riqueza que amasaba el Duque de Lerma cuando su vida llegó a término. El caso es que, era tanta la fortuna, que ni sus defensores pueden reconocer la procedencia de la misma (de forma lícita se entiende), casi tal y como pasa hoy en día con algunos casos conocidos y no tan conocidos.
Francisco de Sandoval y Rojas, de familia noble, pero con deudas, fue educado en la Corte llegando a ser buen amigo del aún príncipe Felipe, y hasta gentilhombre de cámara de su padre, Felipe II. Ya decía este monarca que su hijo tenía poco apego y falta de interés en los asuntos de Estado. Por eso, al subir al trono el tercer Felipe, se quiso rodear de caras conocidas que le permitieran tiempo libre. Y ahí estaba Lerma, que recibió el título de Grande de España al año siguiente y quien desde ese momento fue colocando a familiares y a personas de su interés en diferentes cargos de todo el reino.
El Duque, conocido ya en aquel tiempo como un altanero avaro, siempre buscando el lucro personal, ya fuese en dinero, en especias o en favores, llegó incluso a dirimir a su favor la larga disputa que tenían los Mendoza y los Alba para ganar el poder desde el reinado anterior.
La Corte en Valladolid
En realidad, el comprometido Duque solo estaba evitando que muriera la extensa tradición de corrupción cortesana. No inventaba nada nuevo, ya que otros cargos públicos de este siglo habían traficado con influencias, malversado, desfalcado y desviado caudales antes. Él solo se aprovechaba de estar en el sitio correcto en el momento justo. Lo diferente en Lerma, y eso es lo que siempre sorprende más de este conocido asunto, eran dos cosas: la desvergüenza con la que operaba, a la vista de todos, y su habilidad para manipular al rey a su capricho. Teniendo al rey tuvo todo.
Tal era así que, entre 1601 y 1606 convenció al regente para cambiar la Corte entre Madrid y Valladolid, ¡dos veces! ¿Qué ganaba? Muy simple: con meses de antelación, compró de barato en Valladolid muchos terrenos y edificios, luego persuadió al monarca para trasladar la Corte a Pucela, y una vez allí se lo vendió todo más caro. Se sentó en su “pseudo trono” para dejar pasar unos años de aparente normalidad, y luego vuelta a Madrid con la misma corruptela. El golpe inmobiliario del siglo, eso ganaba.
Es caso es que, en términos generales, durante su mandato España no iba del todo bien. El obvio detrimento financiero del país hizo que la reina Margarita, esposa del que no prestaba atención a los asuntos de Estado, moviera algunas fichas para ver qué pasaba. En una de esas maniobras, reunió en cónclave a todos aquellos que habían sido agraviados por el abuso de Lerma y se inició un proceso contra él. Se excavó en el asunto para fiscalizar hasta el último maravedí de la economía y, no muy abajo, apareció una seria red de anomalías e ilegalidades. La pena es que ella no llegara a ver el final de la ristra porque murió antes. Se acusó a gente variada, entre ellos a Rodrigo Calderón, valido del valido, es decir, mano derecha del Duque en los asuntos de Estado y en otros más oscuros, a quien condenaron a morir en la Plaza Mayor de Madrid.
Se acogió a sagrado
A la vista de esta ejecución, el Duque, antes que poner sus barbas a remojar, y como jugada maestra, eso sí, jugada muy permitida por su fiel amigo Felipe III, se acogió a sagrado. A través de algún contacto, imploró a Roma que se le concediera la condición de cardenal, y dicho y hecho, así fue como consiguió la inmunidad eclesiástica y alargar su vida unos cuantos años más.
Como si de las actuales redes sociales se tratara, rápidamente se viralizó esa copla madrileña que ironizaba: “Para no morir ahorcado, el mayor ladrón de España se viste de colorado”, inspirada por esa súbita devoción del noble.
En 1618 Lerma, como buen buitre viejo, se subió a su rama de Valladolid, y desde ella, retirado de lo público, no le quedó otra opción que observar con perspectiva cómo hienas y otras alimañas que lo habían estado empujando de su poltrona con exageraciones desde el inicio del proceso, contendían por la carnaza que él había dejado.
De ahí se deriva una corriente de autores que rompen lanzas en favor de Lerma, alegando que fue víctima de una conspiración de estos, Uceda y Olivares, para sustituirlo. No falta razón ahí, ya que fue Olivares después, precisamente, quien, aprovechando que estaba Felipe VI ya en el trono, ordenó embargar al Duque, ahora Cardenal, y le limitó moverse solo a sus palacios de Burgos y de Valladolid. El “des-valido” (valga el juego de palabras) y anciano clérigo, con su vigor quebrado ya, hizo escribir una carta y la dirigió al Papa de Roma, quejándose a él de estar “destruido en reputación, en salud y en hacienda, sin que nadie haga caso de mi dignidad y sacerdocio”. De ser así, era víctima. Pero, o esa corriente o la otra, la que revela que el hombre más rico del Imperio español, con escaso o ningún escrúpulo, fuera legítima y públicamente culpado de dirigir una de las mayores tramas de corrupción en la historia de España, fundada eso sí en pequeños tecnicismos, que hoy conocemos porque son recurrentes en la prensa del s. XXI, como “sistema de clientelismo” y “enajenación de cargos públicos”.
Como buen sumiller (de corps en este caso), nacido y fallecido en la vinícola Ribera del Duero, lo primero en Tordesillas en 1553, y lo otro en Valladolid en 1625, dejó buen sabor de boca a unos y peor a otros, pero el jugoso cargo que dejaba tuvo siempre ocupantes, primero Olivares y luego Medinaceli. Vete a saber qué harían éstos…