Cruzando la puentecilla del arroyo Esgueva, en una de esas nuevas casas adosadas que compartían portalón en el Rastro de los Carneros, en la del balcón más florido, en esa vivía Cervantes en Valladolid con su familia y con otros vecinos. Eso estaba algo más arriba del mentidero del Campo Grande. No era un lugar demasiado salubre debido por un lado a los hedores del riachuelo y, por otro, a la escoria depositada en el barro, procedente de la actividad allí desenvuelta de compra y venta de carnes, casquería y sangres. El viento ululaba esa noche de junio de 1605, y solo dos candiles iluminaban escasamente el puentecito.

- Señor Ezpeleta, le habla un hombre deshonrado- dijo la voz en la sombra.

- ¿Y qué quiere el mancillado a estas horas? - respondió el de Navarra girándose tranquilo, sin saber cuál de los muchos maridos engañados le podía estar hablando.

- Limpiar el honor de mi sagrado matrimonio, ¡voto a tal! - increpó el casado agraviado a la vez que desenfundaba la hoja y acometía contra Ezpeleta.

Ezpeleta sacó hierro también y hubo brillos. Pero, quién era la adúltera dama y cómo se resolvió este asunto, es lo que está por ver…

Esa misma noche, sobre las once, el licenciado Cristóbal de Villarroel, alcalde de Casa y Corte, y consejero Real, recibe la denuncia de que hay un hombre malherido en el Rastro, e inicia las pesquisas en la zona. Convoca a su escribano Melchor Galván, para que dé fe pública de lo que se va a ver, llama a varios de sus alguaciles y se persona en el edificio donde la víctima había aparecido, en el portal de Cervantes.

Valladolid fue sede de la Corte española a principios del siglo XVII. En la foto, La Acera de Recoletos y el Campo Grande

Entra en el aposento de doña Luisa de Montoya, que es donde yace el herido y ve, en el suelo de la sala principal, al tal Gaspar de Ezpeleta, ensangrentado y acompañado entre otros, por su amigo, el Marqués de Falces, y por Sebastián Macías, que era cirujano. También aparece un cura, ante el que confiesa y recibe la extremaunción, por si acaso. El alcalde toma declaración al cirujano, quien resuelve que Ezpeleta tiene dos profundas heridas, una en el muslo derecho, y otra a la izquierda del vientre, por donde se le sale parte del entresijo.

Un papel doblado

Cumpliendo con su función, los alguaciles revisan los ropajes del herido y encuentran un par de buenas sortijas, pequeñas, pero de oro y diamantes una, y otra con tres esmeraldas. Dichas ropas ajadas se entregaron en depósito en la casa de Cervantes, quién dio fe de recibirlas. Al recogerlas, halló un papel doblado entre ellas y, sin leerlo ni él ni nadie, se lo entregó a Villarroel, quien lo leyó y lo guardó con mucho celo. ¿Qué ocultaba?

Hasta cuarenta y dos testigos llamó a declarar el alcalde durante las horas y días siguientes, y todo por aparentar, porque en realidad lo que pretendía era crear confusión, buscar y rebuscar algún dato que inculpara a alguien, con tal de que no se supiera la identidad de la mujer infiel, que él ya sabía por el papel.

El primero en declarar fue el propio Ezpeleta, que contó la reyerta en el puente, luego Cervantes, que contó lo que pudo, y finalmente el resto de los vecinos, que coincidían con Cervantes en los hechos, desde el primer quejido del magullado, hasta que llegaron el cirujano y el cura.

Tras repetir varios días las declaraciones sin hallar novedades, Villarroel anotó sus propias diligencias y resolvió que, en esas casas enfrente del Rastro, vivían algunas mujeres que en sus casas admitían visitas de caballeros de día y de noche y que entre la población había mucha murmuración y escándalo.

Al día siguiente, sobre las seis de la mañana, el malherido pidió que no lo cansasen, que no tenía más que declarar ni decir que lo que ya había dicho, que ni sabía ni quería saber quién le había acuchillado y que lo dejasen en paz, y con esto expiró. Después de levantada acta, fueron los alguaciles a embargar aquellas joyas encontradas al finado, y siguió el alcalde con las innecesarias declaraciones a más vecinos, a frecuentadores del edificio y a mancebos de las diferentes estancias, incluidos un portugués, unos amantes amancebados con varias vecinas, la mujer y la hija de Cervantes, sus hermanas Magdalena y Andrea, y su sobrina Constanza (es decir, a todas las “cervantas”).

Para el último día de junio, el juez consideraba tener todo claro y mandó encarcelar a casi todos. Para muchos de ellos, incluido el escritor, no era la primera vez en pisar un calabozo. El portugués hasta ya estaba allí por otra culpa, no hubo que llevarlo.

Melchor Galván

Al final, era práctica común que los delitos de sangre y contra la honra pudieran ser perdonados por la parte ofendida y se les fue soltando a todos al mes siguiente bajo fianza. El Marqués de Falces, que era el testamentario de Ezpeleta, debió dar el perdón a los procesados, para que pudieran ser indultados.

Como en tantos pleitos de la época, no existe dictamen firme o claro. Todo se evapora en el tiempo, en el olvido, o por la inoperancia de la Justicia... No deja de llamar la atención que, con esos más de cuarenta declarantes, todo el suceso quedara como quedó. Pero no es de extrañar, conociendo el listón moral de aquellas personas, ni cómo la sociedad cortesana miraba este tipo de comportamientos.

El alcalde y juez Villarroel, conocía la personalidad de la señora desleal, fue el único lector del papel que se halló entre las vestiduras de Ezpeleta, y fue el último depositario de las joyas que éste llevaba antes de morir, y supo encubrir muy doctamente el crimen de su colega de oficio, el escribiente Melchor Galván, marido de la mujer infiel, que fue el que estaba esa noche del otro lado del puente. E hizo pagar a estos otros, para que el asesinato del seductor se perdiera en el tiempo y en el día a día de la Corte.