Hay más pobres que antes en la Comunidad, por mucho escudo social que se anuncie. La pandemia ha disparado los casos de exclusión social y miseria en toda España, hasta los casi 12 millones de personas (2,5% más que en 2008), de las cuales al menos 474.000 viven en Castilla y León, según el informe sobre pobreza de AROPE 2020 (Informe sobre Riesgo de Pobreza y Exclusión).
"La realidad va por delante de los datos: nuestra perspectiva de 2021 es que las cosas están peor, con un 12 o un 15% más de personas atendidas que en 2020", asegura Antonio Martín, presidente de Cáritas en la Comunidad.
Si bien es cierto que dicho informe sitúa la región como una en las que menos tasa de pobreza tiene en el cómputo nacional, las asociaciones y organizaciones benéficas y de caridad se encuentran desbordadas. Hay un 20% de la población que hoy es pobre en Castilla y León.
Son los datos de la vergüenza que arrojan serias dudas sobre la efectividad de un escudo social que está dejando atrás a millones de personas en todo el territorio nacional.
Un paraguas público representado por el famoso Ingreso Mínimo Vital (IMV) que, lejos de los titulares, sólo lo está cobrando el 18,6% de quienes estando en pobreza severa lo solicitan. A casi la mitad de quienes lo requieren estando en una situación de miseria, se les deniega.
Además, este informe señala que sólo una cuarta parte de estos hogares ha recibido información correcta y suficiente para iniciar el trámite de solicitud y, en consecuencia, más de dos tercios de estos hogares (el 68%) no lo han solicitado a pesar de sus escasos o nulos ingresos.
Son la cara y cruz que dos realidades que se ven diferentes según se aborden desde los despachos o desde las asociaciones benéficas. Éstas no dan abasto para atender una avalancha de gente "que se ha multiplicado tras la pandemia. La situación es muy complicada para cada vez más gente y más familias enteras. No les llegan las ayudas a muchos de ellos", asegura Martín.
La pobreza ha encontrado en la crisis económica, social y mental producida por la pandemia, el caldo de cultivo perfecto para cobrarse más personas dependientes de la caridad o de los servicios sociales.
Es la consecuencia de la destrucción de empleo "que impide a la gente ganarse la vida y acaba en muchísimos casos en personas totalmente desestructuradas pidiendo en la calle", indica el presidente regional de Cáritas.
Cada día son más numerosas las colas del hambre en las parroquias o en los locales de Cruz Roja, de ciudadanos sin techo y personas buscando entre los contenedores.
Algunos, lo hacen justo antes de que pase el camión de la basura y por la noche cuando las calles están prácticamente vacías, para no exponer su situación al resto.
Los testimonios
Caminamos por uno de los paseos más emblemáticos de la capital de Castilla y León, el paseo de Zorrilla de Valladolid. Una zona acomodada en la que encontrar grandes firmas comerciales que chocan con la pobreza extrema de quienes piden caridad en el suelo.
En apenas un kilómetro nos encontramos con cinco sin techo pidiendo limosna. Procuran elegir la acera en la que da el sol con temperaturas que comienzan a ser cada vez más gélidas y mínimas que en algunas noches comienzan a registrar valores negativos.
Eligen lugares estratégicos donde ya saben que hay cierta caridad por parte del viandante. La experiencia es un grado. Algunos llevan más de dos años viviendo en la calle.
Las luces de Navidad que ya están colgadas de las farolas y de los árboles que flanquean el paseo, les son absolutamente ajenas. Son las dos caras de la moneda de la vida. Las dos caras de la Navidad.
Alfonso recibe una bolsa con comida de una señora que entra en el supermercado a cuyas afueras este hombre suele pedir limosna. Le ha comprado una barra de pan, una bolsa de manzanas, dos tabletas de turrón de chocolate, una botella de agua y varios paquetes de jamón en lonchas.
Ambos se intercambian una sonrisa que por unos segundos les devuelve a los dos algo de esperanza en una sociedad más justa. Mañana, quizá, no haya tanta suerte.
Alfonso lleva dos años en la calle. Tiene 49 años y no tiene mujer ni hijos. Trabajó durante años en una conocida empresa de metales. Tiene una FPII. Su mirada es serena pero vacía, inerte, como un pozo sin fondo.
"¿La última vez que me duché?. Pues no me acuerdo”, asegura. Tampoco parece importarle excesivo. Cuando se está en una situación así lo primero es saciar el estómago. Lo demás, es relativo. "Te parece imposible acostumbrarte, pero acabas haciéndolo. Te da igual. Acaba formando parte de ti, lamentablemente", añade.
Le pregunto por los políticos que aseguran que nadie va a quedarse atrás y de partidas presupuestarias para que todos los ciudadanos en pobreza extrema tengan dónde agarrarse para sobrevivir. Me mira como si lo hablara en otro idioma. No sabe de qué lo estoy hablando.
"¿A los políticos? Yo sólo les pediría un trabajo, pero las personas como yo no tenemos futuro", dice con la resignación de quien ya no espera nada de la vida.
Alfonso está en tratamiento psicológico hace tiempo. No recuerda cuánto. "Sí, el médico me ve de vez en cuando y me da la medicación. Sé que para las personas como, yo no hay salida. Intento no volverme loco", sentencia.
Le preguntamos por qué no prefiere ir al albergue municipal. "Porque no. No sabes lo que es eso: lo han llenado de gente violenta a quienes dejan hacer lo que les dé la gana. Prefiero vivir en la calle", asegura.
Alfonso indica que está cobrando la Renta Mínima Garantizada y dice que quiere ahorrar para asegurarse seguir sobreviviendo. "No me lo gasto todo, porque no sé cuánto me va a durar", nos cuenta.
"¿Lo que más echo de menos? Una cama limpia, cambiarme de ropa y una ducha larga. Oler bien. Una vida normal", asegura.
"Tengo 27 años cotizados y estoy en la calle"
Nos despedimos de Alfonso. A los pocos metros nos encontramos con una mujer. Come una bolsa de patatas fritas a las 9.50h para desayunar mientras mantiene los pies dentro de una manta que le mantiene aislada del suelo. Le falta la mitad de la dentadura. No tendrá más de 48 años. No quiere hablar con nosotros.
Continuamos nuestro camino. A los diez minutos la calle nos pone de nuevo delante el espejo de nuestras vergüenzas y nos escupe a otra persona invisible. La gente pasa a su lado, unos con mascarilla, otros ya sin ella, como si no existiera.
Se llama Carlos. Tiene 58 años. "Tengo 27 años cotizados como soldador y aquí estoy. Ya me ves. Esto le puede pasar a cualquiera, pero la gente no se lo cree".
Carlos es huérfano por los cuatro costados. Huérfano de la propia vida. No tiene padres, ni esposa ni hermanos ni hijos. Eso dice. "Uno se acostumbra", asegura, "pero es muy jodido".
Carlos baja la cabeza y por un momento pareciera que fuera a derrumbarse. Silencio. Deja de hablar. Nos enseña sus manos. Una enfermedad degenerativa le impide trabajar. La mayor parte de las falanges están torcidas. No puede poner rectos sus dedos. Está esperando a que la Seguridad Social le reconozca una minusvalía "para poder tirar con eso", indica.
"¿Qué hace cuánto que no trabajo? ¿Pero te refieres a asegurado y todo eso? Por lo menos siete años", se sincera.
Asegura que nunca ha tenido problemas con la justicia y que la Covid le dejó secuelas de falta de memoria y un soplo en el corazón.
En el vaso de plástico que coloca en el suelo y donde caen las limosnas hay tres euros con veinte céntimos. Le damos un billete antes de irnos. Lo guarda rápido en su pantalón. No sea que espante la caridad de otros bolsillos.
Carlos se queja de lo caro que está todo. "Quieres comprar una barra de pan y un poco de chorizo para pasar el día y es tan caro que te quedas sin dinero". Lleva más de un año viviendo en la calle.
Hay días que duerme en el acceso a un portal y otros en los que se va al albergue de su ciudad. Procura no ir si no es imprescindible. "Aquello se ha vuelto imposible. Vienen con sus móviles buenos y sus playeros de marca, y se ríen de ti. Saben que son los niños bonitos de los servicios sociales. Van fumados y drogados, siempre buscando bronca. Se les permite todo", denuncia.
Sin salida
La calle es larga. Nuestro camino nos presenta nuevas personas sin techo pidiendo en la calle. Carmen no quiere que le fotografiemos, "por si acaso", nos dice. Asegura que nunca ha tenido problemas con nadie y que "la gente la respeta", como si respetar a alguien que vive en la calle fuera algo digno de reconocimiento.
En cualquier caso, prefiere continuar en el anonimato. Tiene 49 años. Ha trabajado en la limpieza y en diferentes fábricas, "hasta que un día te ves sin trabajo, se te acaba el paro y te ves obligada a pedir para comer, porque sabes que para ti no va a haber salida", nos cuenta. Lleva año y medio en la calle.
Son los hijos de una crisis que se ceba, según datos de Cáritas, con aquellos con edades comprendidas entre los 45 y los 64 años, repartida casi por igual entre amos sexos, y extranjeros de fuera de la Unión Europea.
Además, desde 2018 se ha incrementado notablemente la pobreza entre los mayores de 65 años para quienes el mercado laboral no ofrece alternativas.
Son los invisibles de una sociedad marcada por los anuncios a bombo y platillo de medidas sociales que llenan los periódicos, pero no los estómagos. Son los renglones torcidos de un país que no encuentra las políticas adecuadas para luchar contra una pobreza que está presente en las calles de cualquier ciudad.