El absurdo
Este desbarajuste intelectual en el que vivimos coincide con un descenso brutal de la influencia de las personas razonables y verdaderamente cultas. Nadie siente necesidad de ellas, entre otras razones porque serían incapaces de mantener una conversación con ellas. Da la impresión de que las personas cultas están escondidas en algún lugar de España, quizá se hayan lanzado al eremitismo en conventos o en el campo. Mientras los incautos, los bien intencionados se conforman con mostrar su indignación, incluso absteniéndose en las votaciones. El absurdo pues se ha adoptado como solución normal y saludable.
El ciudadano ha acabado por infantilizarse, vive en el mundo de yupi o de Disney. Se está perdiendo el más común de los sentidos que es tomar conciencia normal de la realidad. Cada día más asistimos a una sensación en la que parece que a la gente le hay que decir que pensar e incluso con que cabrearse, lo que hacer o no hacer, lo que está de moda y u obsoleto.
Nuestra historia, tras el fracaso educativo de la educación en valores, se ha convertido en una penosa visión de España llena de episodios chuscos e inventados por la parcelación territorial de la historia.
El absurdo está presente en todo nuestro día a día. Una y otra vez estamos pendientes de llegar a mil y una soluciones, a mil y un consensos. Palabra que ha desplazado a la de negociación. Otro eufemismo más. Antes se negociaba para llegar a acuerdos. Ahora todo el mundo cede para llegar a la nada, pues todo no se puede consensuar. No podemos vivir tampoco constantemente como afirmaba Groucho Marx: “Estos son mis principios, si no le gustan tengo otros”, pues al final no llegaremos a ninguna parte. No resolveremos nada. Es como conducir un coche sin volante. No podemos abandonarnos, ni tampoco nuestras creencias, principios, valores, ni la ética en busca de algo en lo que ninguna de las partes cree, porque al final acabaremos en un desgobierno o en un gobierno del absurdo, es decir un gobierno para nada.