Opinión

Para que no se incurra en males peores...

12 julio, 2017 13:04

El liderazgo es el fruto del árbol que arrastra, que empuja, que inspira. Un líder intuye o sabe dónde ir, pero lo que diferencia a un gran líder no es tanto la idea de destino o sus atributos, sino la capacidad que tiene de hacer al resto partícipes de una misma meta; un líder tiene la voluntad y la ilusión de mirar con optimismo al futuro, sueña a pesar de los pesares e imagina el futuro que querría ofrecer a los demás.

Los hombres primitivos se regían por una intolerancia estricta y absoluta, de tal manera que los primeros legisladores, a pesar de sus intenciones moderadoras, la institucionalizaron. Todavía usamos la expresión de “draconianas” para designar leyes caracterizadas por la dureza y la intransigencia. Dracón, nacido en el año 655 a.d.C., fue un legislador ateniense, que compuso el primer código escrito de su patria. En un período de revueltas trató de calmar los ánimos y robustecer la autoridad de la república con medidas rigurosas: implantó la pena de muerte para todos los delitos. Cuando se le pidió la razón de tamaña dureza, contestaba que el Estado anárquico exigía la mano del verdugo para cualquier infracción. La intolerancia y el despotismo domino, por lo general, en todas las legislaciones hasta la llegada del cristianismo. Aunque no fueron los primeros cristianos intolerantes, pues sufrieron en muchísimos casos la intolerancia, siendo víctimas de torturas y martirio. El concepto de tolerancia fue definido, con gran acierto, por Sto. Tomás de Aquino: “En el régimen humano la autoridad tolera con acierto algunos males para no impedir algunos bienes o para que no se incurra en males peores”. El mal se tolera y se padece; el bien se defiende y difunde. Para ello es necesaria la convicción de que el bien y el mal existen y son discernibles.

Afrontar los conflictos desde la debilidad es una triste vocación política a la que nos enfrentamos cada día más en occidente. Por culpa de este infantilismo, bardemismo o blandismo, las democracias pagan terriblemente su debilidad y desunión. Debilidad social que impregna todos los ámbitos de la política. Los países de peso real entre los que defienden nuestras libertades y no juegan a beneficios a corto, medio o largo plazo con las amenazas reales y perentorias para nuestra seguridad, no pueden permitirse esperar la benevolencia de los tiranos, que se revuelven siempre cual escorpión o serpiente para volver a picar. Cada cual debe ser consciente de su responsabilidad sino parece que los regímenes de la libertad son más volubles y menos eficaces en defender la seguridad, el honor y los intereses de sus ciudadanos que los regímenes autoritarios, populistas o dictatoriales.

Construir un orden humano de acuerdo a un ideal elaborado a espaldas de la naturaleza humana ha llevado a cometer los crímenes más espantosos. Pretender imponer a la naturaleza humana un orden perfecto e ideal se lleva por delante no sólo la libertad, sino la vida de millones de personas como paso en Europa el siglo pasado. La libertad es algo frágil y delicado, cuesta conseguirla y cuando se consigue cuesta mantenerla. El deseo de libertad vive en todos los seres humanos pero no equivale a la ausencia de normas. Entre sus atributos está algo tan sencillo como la educación y la cortesía. En una época marcada por la abundancia de información y de opinión, sabemos el asfixiante poder que puede ejercerse sobre la conciencia individual hasta amordazarla. Algunos hablan ya de una inquisición laica que se situaría por encima de conciencias, libertades e incluso los Estados, e impone a través de los medios de difusión y comunicación lo que está bien o está mal; sin dejar lugar a una reflexión desde otros puntos de vista. No hay que dejarse amedrentar por esta forma de chantaje emocional que trata de impedirnos decir lo que queremos decir y actuar naturalmente conforme a lo que somos y al sentido común, el más común de los sentidos de los seres humanos para que la tontería no siga avanzando a pasos agigantados. Como dice la vieja sabiduría de Castilla la Vieja: “no te arrimes nunca a un caballo por detrás, ni a una cabra por delante, ni a un tonto por ninguna parte”.