No recuerdo ningún mes de septiembre que haya comenzado sin escuchar aquello de “depresión posvacacional”. No sé si es un invento del siglo XXI disfrazado de excusa barata para afrontar con negatividad la vuelta a la rutina o, por el contrario, algo de real tiene, por pequeño que sea. Tuve que mirar el calendario para percatarme que habíamos cambiado de mes, que el verano quedaba lejano y que los días eran más cortos.

Atrás queda ese día donde la noche es la más larga del año y las hogueras acompañan hasta el amanecer. Pero parece que los castellanoleoneses –¿o castellanos y leoneses?– no quieren poner el broche final a las noches infinitas: aún quedan fiestas populares que recorrer por pueblos y ciudades, que el verano solo termina cuando el cuerpo así lo dictamina.

Quizá el no haber desconectado plenamente en este caluroso agosto es una de las ventajas que hacen que septiembre no se entone empinado, y eso de la depresión o el estrés por el fin del periodo vacacional lo considere una invención social. Lo que está claro, pese a quien pese, es que el año continúa, con sus bondades y días maltrechos.

Hay quien entiende que si siempre nos mantenemos en el horario de verano, donde amanece y anoche más tarde, todos viviríamos un poquito mejor: la luz y la vitalidad siempre han estado asociadas, y si el sol tarda más en meterse... Pero hay otros que son de una opinión distinta: el horario de invierno debe mantenerse durante todo el año, con sus amaneceres y anocheceres tempranos, y todo lo que eso conlleva. Dos nuevas tesis que nos dividen un poco más como humanos, dos opiniones enfrentadas en pro de las personas y su ritmo de vida.

Yo soy de un argumento claro: horario de verano; porque eso de anochecer temprano no es Santo de mi devoción. Prefiero despertarme antes de que el primer rayo de sol asome –algo que ya hago, con o sin cambio– y que la tarde caiga con las horas del reloj y no con una sobremesa alargada. Para gustos los colores y, ahora también, los horarios.