No sé por qué les cuento estas intimidades, pero dado que la falta de sueño es común a una tercera parte de los españoles, no se trata de una frivolidad, una gilipollez ni, mucho menos, narcisismo.
Lo cierto es que tengo de todo, con tal de no reparar la vigilia: desde el llamado síndrome de las piernas inquietas, hasta la apnea de sueño, o sea, el dejar de respirar y arrojar al compañero de colchón la ominosa sospecha de que uno ha muerto. ¡Menudo trago!
Añádanse a esto mis habituales deficiencias respiratorias crónicas y esa edad masculina de constantes visitas al urinario, a pesar del Duodart, y ya está compuesto el cuadro. Para remediarlo, amén de los abundantes hipnóticos, uso un aparato llamado CEPAP, del que hay dos versiones, una con máscara nasal a secas y otra buco nasal. Lo de “a secas” está dicho con precisión, porque existe otra variante, que es la que yo uso, con un humificador incorporado, cuyo ruido ayuda a dormir al usuario, pero perturba el sueño del acompañante: ya ven, un cuadro como los de Brueghel El Viejo.
De momento, los únicos que sacan partido y regocijo de mi aspecto nocturno son mis nietos, divertidos porque su abuelo se disfrace de astronauta, según cuentan, para dormir.
¿Por qué les cuento todo esto, cuando hasta hace poco dormía como un bebé, pese a mis líos profesionales y a estar en medio de casi todas las salsas y ahora, en cambio, no suceden ni lo uno ni lo otro? ¿Qué demonios les puede importar a ustedes que no distinga muchas veces el sueño de la vigilia cuando discuto en la cama con Sánchez, Casado, Iglesias, Ribera o Abascal?
Pues por si acaso les sucede lo mismo: el que ustedes no duerman bien y el que también no sepan diferenciar qué propuestas que creen oír, como yo, son reales y cuáles otras producto de mi entrecortado delirio onírico.
Entenderán, pues, lo agotado que me levanto tras mi escaso y dudoso sueño y el lío que tengo en mi vida cotidiana para distinguir qué es lo soñado y qué lo vivido en este kafkiano mundo de una política cada vez más enrevesada.