Las personas cultas necesitan aprender constantemente mientras que los ignorantes necesitan enseñar constantemente. Llegados a la culminación del dislate con la ademocracia en la que vivimos, donde hemos escuchado defender un sedicente derecho a la rebelión, a la independencia, a la blasfemia, al sacrilegio, a una supuesta memoria nohistórica prefabricada, a un múltiples y pintorescos supuestos nacionalismos ahistóricos, etc. Durante los últimos días, también hemos escuchado calificar a políticos y a los noperiodistas defender un sedicente derecho a la ademocracia y a la nolibertad de conciencia en pro de la suya. Sirva este artículo para dar voz a quienes no se identifican con este cúmulo de paparruchadas hijas de la debilidad mental de algunos.
Allá por septiembre de 2006, Benedicto XVI pronunció un grandioso discurso en Ratisbona que provocó la cólera de los laicistas, mahometanos fanáticos y la censura alevosa y cobarde de la mayoría de mandatarios y medios de comunicación occidentales. Aquel espectáculo de vileza infinita era fácilmente explicable: pues en su discurso, Benedicto XVI, además de condenar las formas de fe patológica que tratan de imponerse con la violencia, condenaba también el laicismo, esa expresión demente de la razón que pretende confinar la fe en lo subjetivo, convirtiendo el ámbito público en un zoco donde la fe puede ser ultrajada y escarnecida hasta el paroxismo, como expresión de la sacrosanta libertad de expresión.
Esa razón demente es la que ha empujado a la civilización occidental a la decadencia y promovido los antivalores más pestilentes, desde el multiculturalismo a la pansexualidad, pasando por supuesto por la aberración sacrílega; esa razón demente es la que vindican muchos ademócratas y no periodistas en sus pasquines y programas televisivos.
Muchos medios que además de informar y publicar sátiras provocadoras y gratuitamente ofensivas contra los católico, los defensores de los valores tradicionales y de la patria apoyan ciertas corrientes políticas cada día más ademocráticas. No les importa en reiteradas ocasiones blasfemar contra Dios y contra los elementales principios de la unidad nacional y de la democracia. Una civilización no es conquistada desde fuera hasta que no se ha destruido a sí misma desde dentro. La victoria es la destrucción de la propia conciencia. La basura sacrílega o gratuitamente ofensiva, la ponzoña social como los antivalores patrióticos que se promueven desde quien debería defenderlos son la mejor expresión de esa deriva autodestructiva.
Debemos recordar que las religiones fundan las civilizaciones, que a su vez mueren cuando apostatan de la religión que las fundó; y también que el laicismo es un delirio de la razón que sólo logrará que el islamismo erija su culto impío sobre los escombros de la civilización cristiana. Ocurrió en el norte de África en el siglo VII; y ocurrirá en Europa en el siglo XXI, a poco que no sigamos defendiendo nuestros valores y nuestro legado. Ninguna persona que conserve una brizna de sentido común, así como un mínimo temor de Dios, puede mostrarse solidaria con tales actitudes y aberraciones que nos van conduciendo al abismo. Puede parecer ilógico para la marea ignorante, pero es irreprochablemente lógico: es la lógica del mal en la que Occidente se ha instalado, mientras espera la llegada de los bárbaros.