De los parlamentarios recientemente elegidos, al menos la tercera parte de ellos no cree en la Constitución Española. Probablemente, más, y no ya por la floración de partidos separatistas, nacionalistas y regionalistas de estos últimos comicios, sino porque muchos diputados electos no comulgan con la formal de Estado ni con otros preceptos constitucionales que la desarrollan.
Si eso no es estar muerto nuestro principal texto legal, ya me dirán.
La cosa comenzó en 1989, cuando Jon Idígoras y sus dos compañeros de la proetarra HB prometieron la Constitución “por imperativo legal”, que es tanto como decir que realmente no la acataban, pero que hacían ese paripé para poder ser diputados. Lo peor es que el Tribunal Constitucional, consultado entonces por el presidente del Congreso, Félix Pons, les apoyó en su público pitorreo.
Ahora, la fórmula no sólo se ha institucionalizado, sino que ya admite toda clase de variantes que hacen de ella una promesa vacía de contenido. Y la verdad es que, preguntados los ciudadanos, todo el mundo quiere cambiar nuestra Carta Magna en uno u otro sentido.
No es que me oponga a ello. Cuarentaiún años es mucho tiempo y sólo la de 1876 la superó en longevidad, aunque durante su vigencia aquélla fue objeto de varias tergiversaciones, hasta que la abolió definitivamente el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera en 1923.
Lo malo, pues, no es que se modifique la Constitución, sino el sistemático incumplimiento de sus normas mientras tanto, incluso por aquéllos que tienen la obligación de hacerlas cumplir, como la Generalitat de Catalunya. Si ni siquiera las autoridades, ya que son ellas las más secesionistas, cumplen nuestro marco legal, ¿cómo cabe esperar que lo hagan todos los demás?
Envidio, pues, a aquellos países con estabilidad institucional, como Estados Unidos, con su primera y única Constitución vigente desde 1789, o Gran Bretaña, que carece de un texto constitucional propiamente dicho y cuyo ordenamiento jurídico se rige por un conjunto de tradiciones, decisiones judiciales y textos legales que a nadie se le ocurre incumplir.
O sea, que nosotros tenemos nuestra Constitución de 1978, sí, pero que, por una serie de dimes y diretes, ni se modifica, ni se cumple, para vergüenza de nuestros políticos y escarnio de los ciudadanos que los sufren.