Por qué nos odiamos tanto
De entrada, no es culpa nuestra, en el caso de que nos odiemos. Lo que pasa es que vivimos en universos tan distintos, tan paralelos unos a otros, que propendemos a pensar que los demás son idiotas, o algo peor, ya que no logran ver lo que para nosotros es del todo evidente.
Eso antes no pasaba porque todos teníamos entonces los mismos referentes culturales: leíamos los pocos libros que en aquellas épocas se publicaban, oíamos la misma radio, veíamos la misma tele y no conocíamos otros idiomas que nos abriesen el mundo a culturas diferentes. ¿Cómo no pensar lo mismo cuando el universo se nos representaba a todos de la misma manera?
Pero el mundo comenzó a cambiar a una velocidad de vértigo, multiplicando los medios de acceso a la comunicación, diversificándolos, adaptándolos a nuestros gustos e intereses, ahorrándonos el conocer cosas que nos importaban un comino, haciéndonos la vida más fácil, eso sí, pero al mismo tiempo separándonos y aislándonos de los puntos de vista de otras gentes.
El asunto se desquició del todo con la aparición exponencial de redes sociales y la aplicación de algoritmos cibernéticos que escogían y adecuaban la información de acuerdo con nuestras creencias, nuestra ideología y nuestros prejuicios.
Y aquí hemos llegado: a ver las cosas de manera tan diferente unos de otros, que empezamos a ser irreconciliables con nuestros propios vecinos: tan evidente es que España le roba, para el separatista catalán radical, como las ventajas de la unidad del país para el constitucionalista; tan cierto es que vivimos en una sociedad sin derechos ni libertades, para el rojo extremista, como que estamos en el mejor país del mundo, para el nacionalista más extremo. Así, todo.
Y cada vez vamos a más. Hasta en la manera de vestir, en las prácticas sexuales o en el antes inmutable significado de las estadísticas. Como no hagamos pronto algo por pararlo, por detenernos a reflexionar, por buscar puntos de contacto, vamos a vivir en mundos tan distantes que entonces sí que resultarán irreversiblemente antagónicos, Entonces sí que acabaríamos odiándonos con saña y, lo que es peor, llevando ese odio hasta sus últimas e inevitables consecuencias.