San Mateo en su evangelio afirma que “Al crecer la maldad se enfriará el amor en la mayoría”. Cuanta verdad hay en esta frase y que actualidad tiene. Algunos falsos profetas engañan a mucha gente hasta apagar la caridad en los corazones. De todos los juicios que entablamos en la vida ninguno es tan importante como el que entablamos sobre nosotros mismos, ya que ese juicio afecta al propio núcleo de nuestra existencia.
El modo en que nos relacionamos con nosotros mismos afecta al modo con que nos relacionamos con los demás, con el mundo que nos rodea y con el universo visible e invisible que constituye nuestro contexto esencial. Existe una cierta relación entre el grado de autoestima que tiene la persona y el grado de bienestar mental del que goza, del mismo modo que existe cierta conexión entre el estado de la autoestima de una persona y su conducta con los demás.
Goethe afirmaba que “el peor de los males que le puede suceder al hombre es que llegue a pensar mal de sí mismo”. No sería lo peor pues si reflexionamos sobre nosotros mismos no pecamos de idiotas morales o en otras palabras somos conscientes de nosotros mismos y no hemos caído en algún tipo de psicopatía o necedad. Sentirse competente para vivir significa tener confianza en el funcionamiento de la propia mente. La conciencia es al final es el medio de supervivencia básico.
El mal de nuestro tiempo tiene su móvil fundamental en la necedad. El deicidio de Dios en la cruz fue atribuido a la necedad, “no saben lo que hacen”. Bonhoeffer, un teólogo protestante víctima de la Gestapo, escribió también desde el campo de exterminio de Flössenburg, que la necedad constituye un enemigo más peligroso que la maldad. Ante el mal podemos al menos protestar, dejarlo al descubierto y provocar en el que lo ha causado alguna sensación de malestar.
Ante la necedad, en cambio, ni la protesta, ni la fuerza surten efecto. El necio deja de creer en los hechos e incluso los critica; se siente satisfecho de sí mismo y si se irrita pasa al ataque. “Debido a ello - escribía Bonhoeffer -, debe tenerse mayor precaución frente al necio que frente al malo”.
El necio, del latín “nescius”, es el que “ignora” o “no sabe”. Debemos pues, siguiendo la advertencia anterior, permanecer en guardia contra un número demasiado alto de nuestros congéneres, que se agrupan en todos los aspectos punteros de nuestra sociedad. Cada día parece que nos sale al paso un necio. Cada día asistimos a declaraciones que brillan a un nivel alto de necedad. No podemos tampoco afirmar que estamos rodeados de seres que ponen en peligro nuestra vida, pues vivir así no valdría la pena. La necedad como afirmaba Bonhoeffer, es un defecto humano, “un defecto integral de la persona, que pierde hasta su yo”. Hay que seguir pensando que la necedad es un defecto intelectual, es decir, con un origen concreto y contra el que no carecemos de medios para intentar evitar sentirnos totalmente imponentes.
Dios perdonó al que “no sabía lo que hacía, mientras que acusó duramente a los que violaban el templo o el corazón de un niño sabiendo bien lo que hacen”. La necedad es todavía la causa del mal de nuestro siglo. Pero ni todos los necios son necesariamente perversos, ni todos los inteligentes son cándidos. Mucho más que una conjura de los necios hay que temer a una conjura de los dotados de un buen coeficiente intelectual, y especialmente cuando se comportan en lo ético con la misma insensibilidad del necio. En este terreno puede ser, y de hecho es, mucho peor el listo que el estúpido. El exterminador metódico suele ser alguien de este tipo.
El mal capital de nuestra época tiene su causa en la apatía moral de los seres inteligentes. Por eso no los llamamos necios, ni simplemente idiotas. El asesino de masas, el acosador, el delincuente, el intransigente, etc, son, ante todo, unos idiotas morales. Todos nosotros experimentamos quiénes somos en el contexto de nuestras relaciones. Aprendamos pues a relacionarnos bien con las personas y con lo que nos rodea, pues somos la única especie libre de ignorar nuestro propio conocimiento o de traicionar nuestros propios valores.