“La muerte del portero, puede decirse, marcó el fin de este periodo lleno de signos desconcertantes y el comienzo de otro, relativamente difícil, en el que la sorpresa de los primeros tiempos se transformó poco a poco en pánico.”



Sábado, 21 de marzo de 2020.

(7º día de cautiverio)

Después de cinco días sin salir de casa, hoy resultaba ineludible acudir al supermercado. Hemos decidido que dicha tarea la asuma yo, porque Cristina y Carlos nunca están por la labor, mucho menos en las actuales circunstancias, y a Ángela hay que protegerla, más si cabe, porque sus defensas no están en la mejor situación para hacer frente a un posible contagio de coronavirus.

He optado por ir a primera hora para evitar aglomeraciones. Por primera vez me he puesto una mascarilla, preocupado sobre todo de no meter en casa al enemigo invisible, ese ‘bichito’ contagioso tanto que parece como si te persiguiera por la calle para colarse en tu cuerpo y desgarrarte los alvéolos pulmonares.

Los responsables sanitarios afirmaron en los primeros momentos de la pandemia que la mascarilla era solo para el personal sanitario y para las personas contagiadas, que a quienes no estaban contagiados nos les hacía nada. Yo, sin ser especialista, discrepo humildemente de tal afirmación.

Es comprensible que las autoridades sanitarias, dada la escasez, trataran de evitar una psicosis general que empeorara aún más las cosas. El problema es que, a falta de test generalizados y sistemáticos, que es lo que ha recomendado insistentemente la OMS y a lo cual se han lanzado ya varias comunidades autónomas, caso de La Rioja, muchos no sabemos si estamos contagiados o no, y, en consecuencia, llevar puesta la mascarilla habría evitado otros muchos contagios. De hecho, cualquier paciente que entra en un hospital debe llevar obligatoriamente mascarilla, para no contagiar o para que no lo contagien.

Lo cierto es que hoy en el supermercado la mayor parte de la gente se escondía tras su barbijo. Yo no era una excepción. Claro que nada más salir de casa empecé a sentir los inconvenientes de llevar puesto el tapabocas. No son adecuados para los que utilizamos gafas porque se empañan con el vaho de la respiración. Así pues, guardé las gafas en el bolsillo y mantuve la máscara. Iba bien pertrechado contra el coronavirus, pero no veía ni torta.

El supermercado se halla a unos 200 metros de nuestra casa, una conocida cadena de grandes superficies. Hay que destacar la profesionalidad y entereza de sus empleados y el modo en que han adaptado todo a estas circunstancias excepcionales.

Solo hay una puerta de acceso, en la que te recibe un vigilante que cuida de que en el local no se produzcan aglomeraciones. Si fuera necesario esperar, se hace cola guardando las distancias, hasta que los clientes que hay dentro vayan saliendo. Hoy no era el caso: no había cola.

Nada más entrar, te indica que te pongas unos guantes de plástico, esos mismos guantes que se utilizan para coger la fruta de modo aséptico, y que sobre los guantes te apliques una dosis de desinfectante de manos de un dispensador habilitado al efecto.

La gente se ha mentalizado y sigue las normas a rajatabla. Ya en el interior, procuramos no acercarnos los unos a otros. Si alguien se te aproxima un poco más de la cuenta, enseguida te incomoda y lo miras con cara de pocos amigos, con tus ojillos sobresaliendo a duras penas del barbijo canalla. Resulta increíble, pero el siniestro panorama ha hecho que desconfiemos los unos de los otros como “apestados”.

Luego, la tarea penosa de elegir los productos tras la incómoda mascarilla, con los resbaladizos guantes y comprimiendo los ojos, sin las gafas, para compensar momentáneamente las dioptrías y poder ver a duras penas el precio y la fecha de caducidad.

En la pescadería, otra odisea. Compruebas entonces que el tapabocas afecta también al sonido. La pescadera te pregunta qué quieres, no te entiende al principio y te das cuenta de que tienes que levantar la voz porque los sonidos quedan presos en el barbijo. Te ves obligado a gritar, al fin te entiende, pero tú te has destrozado a ti mismo los tímpanos porque los sonidos huyen sobre todo por la parte de arriba del plástico. En fin.

Y así van transcurriendo los días, en una extraña y expectante monotonía, que se acentúa en estos días plomizos de lluvias intermitentes. En casa seguimos llevando la rutina bastante bien, estamos organizados. Nos preocupan sobre todo los abuelos, aislados, sin posibilidad de prestarles ayuda en caso de que sufran el ataque traidor del coronavirus. Mi madre en una residencia, sin verla desde hace quince días, intranquilo ante los dramas terribles que se están viviendo en algunos de estos centros de mayores.

Qué duro tiene que resultar que se te vaya algún ser querido de repente y sin posibilidad de asistirlo o acompañarlo ni en su enfermedad ni en su entierro. Parece mentira esta situación lunar. Lo que veíamos antes en las películas de ciencia ficción es ahora nuestra triste realidad. El problema sanitario de la pandemia acabará resolviéndose, pero la inseguridad que dejará en nuestro interior nos acompañará de por vida.

Es una tremenda bofetada que nos recordará lo que habíamos olvidado, que no somos nadie, pois, pois.