“­­En especial, todos nuestros conciudadanos se privaron pronto, incluso en público, de la costumbre que habían adquirido de hacer suposiciones sobre la duración de su aislamiento”.­



Lunes, 23 de marzo de 2020.

(9º día de cautiverio)

Me escribe mi amigo José Ángel desde el pueblo para ponerme los dientes largos: “Por aquí la cosa es más llevadera, esto de vivir a las afueras de la España vaciada tiene sus ventajas. Y con una terraza de dos hectáreas, los barrotes de la jaula se hacen inapreciables”.

No le falta razón. Vivir en los pueblos tiene ventajas y desventajas. En esta vida, la situación perfecta no existe y uno tiene que ir eligiendo sus opciones. Para los tratamientos médicos, por ejemplo, caso de la quimioterapia, las desventajas del mundo rural son grandes, sobre todo para los pacientes de mayor edad, más necesitados de atenciones continuadas, pero al mismo tiempo con las facultades físicas mermadas a la hora desplazarse a centros de salud y hospitales. Lo hemos visto muchas veces en el Hospital de Salamanca: el calvario que supone para muchos ancianos asistir cada día a los tratamientos oncológicos.

Tampoco la gran ciudad es la panacea. Aunque en este sentido no deja de sorprenderme la afirmación rotunda de muchos madrileños, que manifiestan estar encantados de vivir en Madrid. Los comprendo. "A tu tierra, grulla, aunque sea sin plumas", sentencia el dicho popular. De manera que lo habitual es que a cada cual le guste el lugar en que ha nacido o se ha criado.

Ergo, yo, que soy mayormente ‘campuzo’, prefiero lo rural a lo urbano. Y puedo sentirme a gusto en lo urbano solo si se trata de una ciudad pequeña o de tamaño medio, como las que tenemos en Castilla y León. Fue suficiente para mí la experiencia de residir en Madrid durante cinco años mientras cursaba los estudios de Periodismo en la Universidad Complutense.

Muchas grandes ciudades del mundo nos deslumbran que sus skyline y otros espejismos. Pero no es oro en ellas todo lo que reluce tras esa primera pantalla fastuosa. Si uno tiene dinero, la vida es bella en cualquier lugar. Pero si se carece de él, la cosa cambia.

Incluso con posibles, no creo que sea agradable vivir en una ciudad que se halle buena parte del año emperifollada  bajoel bombín oscuro de la contaminación. En Delhi o El Cairo, por ejemplo, resulta difícil respirar por la espesa atmósfera metálica que las envuelve, generada por los miles de vehículos a motor que las recorren cada día, vehículos por otra parte no sujetos a las estrictas normas anticontaminación que tenemos en el mundo occidental.

Nueva York, en el otro extremo, es también otro espejismo, en su caso, amplificado además por el cine y la televisión. En estas ciudades viven bien, muy bien, gentes como Donald Trump, aisladas en sus rascacielos forrados de oro, sin apenas contacto con la gente normal de la calle.

Un sueldo medio en Nueva York asciende a 6.000 euros. En España sería un excelente salario, pero allí no lo es tanto si tenemos en cuenta que un alquiler te puede suponer una media de 3.000  euros al mes.

En consecuencia, miles de trabajadores se ven obligados a buscar residencia a varios cientos de kilómetros en derredor. Luego, acudir cada día a su trabajo les supone 3-4 horas de ida y otras 3-4 horas de vuelta a casa. O sea, un calvario.

Lo mejor para acceder al centro son los transportes públicos, especialmente el metro. Porque si vas en tu vehículo particular te toparás a las horas punta con unas colas de tráfico pantagruélicas. Las comidas se las llevan consigo de casa en táper o las resuelven con un perrito caliente devorado a la carrera en cualquier banco.

Muchos jóvenes tratan de evitar los interminables desplazamientos y el insufrible peaje diario compartiendo un piso. Esto produce otro extraño fenómeno social: son poco proclives al matrimonio, porque consideran que el dinero no les llega para formar una familia y además tampoco disponen de tiempo ni de ganas para la crianza de hijos.

Y a fuerza del roce continuado en el piso, acaban estableciéndose parejas de circunstancias, amores eternos, que, como diría Sabina, “duran lo que dura un corto invierno”. En fin, con todos los respetos, tampoco esto es para mí.

Siguiendo con nuestro cautiverio colectivo, por supuesto, que se hace mucho más llevadero en una casa aislada en el campo, como bien apunta José Ángel. Muchos personajes públicos de diverso pelaje y condición -no doy nombres-, y otras muchas gentes anónimas huyeron de Madrid en estampida hacia sus residencias campestres y de la costa cuando temieron que la ciudad podría quedar cerrada a cal y canto en cualquier momento como consecuencia de la pandemia de coronavirus y la declaración del estado de alarma.

Todo un gesto de insolidaridad por su parte, porque así ha sido como el virus se ha extendido a otras zonas, muchas alejadas, donde en buena lógica los contagios no tendrían que haberse producido, al menos de manera tan rápida. Desgraciadamente, lo que prima en situaciones límite sigue siendo el sálvese quien pueda. Esas penosas estampas iniciales de los asaltos a los supermercados van también por ahí. Demasiado instinto animal y muy poca solidaridad y civismo, pois, pois.

Desde aquí, mi solidaridad con esas personas condenadas a sobrellevar la reclusión en pisos de reducidas dimensiones o en aquellos que carezcan de vistas al exterior. Si a mayores tienen niños pequeños, podemos imaginar su pena añadida en esta reclusión forzosa.

Qué decir de los ‘sin techo’ o de quienes se ven obligados a refugiarse en poblados de chabolas. Situaciones como la presente destapan crudamente nuestras grandezas y nuestras miserias.