Por ejemplo, el desmadre de las mascarillas
Soy escasamente partidario de ejercer la crítica por la crítica, y menos aún de disparar al piloto en pleno vuelo. Pero, a estas alturas, y mirando hacia atrás en la que ha sido la semana más negra de nuestra historia democrática, hay que reconocer que el Gobierno de Pedro Sánchez (y de Pablo iglesias) lo está haciendo mal. Incluso muy mal. Tome usted el ejemplo de las mascarillas, que hasta ayer era calificadas por portavoces gubernamentales como un signo de histeria ciudadana, algo superfluo, y ahora resulta que son de uso imprescindible para el ministro de Sanidad, Salvador Illa, que no sabe por dónde le viene, nos viene, el aire. Pero hay muchos más ejemplos, desgraciadamente.
Yo no sé a usted, pero a mí me resulta imposible, en la localidad en la que resido, encontrar mascarillas en las farmacias. Y estar supeditados a la fabricación casera, pacientes mujeres y hombres confeccionándolas con trozos de tela, suscita la impresión de una vuelta a la autarquía, de que nos estamos instalando definitivamente en una economía de posguerra. Cosa de la que, en un futuro no lejano, volveremos a hablar, lamentablemente: ¿quién nos ha robado el mes de abril?
O los respiradores tan ilegalmente secuestrados por la autoritaria Turquía, sin que a la aún flamante ministra de Exteriores, que controla su parcela con la misma eficacia que Salvador Illa la suya, se le ocurra otra cosa que decir que es un hecho sin retorno. ¿Dónde, dónde están esos aparatos que aparentemente se están produciendo a toda velocidad en numerosas fábricas españolas, y que tardan tanto en ser homologados por la insufrible burocracia ministerial? ¿Qué se hace en el Ministerio de Comercio, para qué nos sirven ahora los departamentos de Igualdad o de Consumo, para qué tantas vicepresidencias coordinadoras de la nada, a qué los ejércitos de asesores teletrabajando para una Moncloa desierta, como infectada?
Están encantados ellos pensando, y diciendo, que la curva empieza a bajar. Es posible; ojalá. Los últimos datos hablan de más de ochocientos y pico muertos en las últimas veinticuatro horas (menos mal: ya no son novecientos diarios, te dice uno de esos burócratas insensibles que soplan en los oídos de quienes soplan en los oídos del presidente aturullado). Primer país productor de muertos en el mundo entero, sin que a nadie, excepto a alguna Comunidad, a algún Ayuntamiento, se le haya ocurrido rendirles un mínimo homenaje, un poco de luto, ya que ni han podido despedirse de los suyos.
Este es el esquema del Gobierno que tenemos, donde unas teorías económicas 'realistas' se enfrentan a otras 'rupturistas', en una polémica interna que no puede disimularse, sin que quien encabeza el Consejo de Ministros haya siquiera puesto un mínimo de orden en tanta inseguridad jurídica. Sin que haya exigido a 'su' militante, la presidenta del Congreso, que agilice la vida parlamentaria (por favor, no me hable de la separación de poderes, que de eso aquí no hay desde hace tiempo). Sin que haya puesto orden en el poder Judicial, que campa por sus respetos habiendo sobrepasado en año y medio casi su mandato. Ni tampoco en los medios públicos, que nadan como pueden, no siempre bien, en las aguas embravecidas.
Nunca como ahora se necesitó a gritos una urgente remodelación ministerial, la salida de unos y la entrada de otros hasta que, pasada esta crisis y cumplidos los plazos constitucionales, se puedan convocar otras elecciones, allá para finales de este año desgraciado; entonces tal vez podamos ver, por fin, sin trampas, lo que quieren los ciudadanos. Pero hasta entonces faltan nueve meses y eso es una eternidad en las malas manos en las que estamos, unas manos que solo llevan, pásmese, menos de dos meses en el ejercicio del poder. Con mucha cara, mucha máscara y sin mascarillas.