Como todo el mundo, estaba deseando que empezara la desescalada del confinamiento. Y no para realizar botellones y otras fiestas estúpidas y peligrosamente prohibidas. ¡Faltaría más!
Tampoco, lo digo ya, para alternar con gente de mi edad y discutir si el Gobierno lo ha hecho mal o peor y cómo podremos afrontar el desastre económico que nos viene encima. Esas conversaciones lo más que me hacen es deprimirme en vez de despejarme un horizonte de confianza vital. Así que, ¿para qué meterme en camisa de once varas, como se decía antaño?
Si algo he añorado en este confinamiento son mis nietos, con quienes me siento más identificado que con nadie y con quienes comparto intereses comunes, como programas de dibujos animados o jugar a peonzas o al escondite.
Como se ve, no son asuntos de enjundia, que requieran graves disquisiciones y en los que los mayores no solemos ponernos nunca de acuerdo. Me siendo más identificado con mis nietos, digo, por su mirada transparente y sin rencor al presente y su falta de angustia y recelo ante el futuro.
Por eso, digo, las conversaciones son más relajadas, sin necesidad de discusión metafísica alguna. Incluso, debo decirlo ya, he observado en mis nietos un cuidado y una delicadeza hacia mi persona que jamás he percibido en ninguna persona mayor. Mi nieto de siete años ha llegado a hacer trampas en una carrera de canicas para permitirle ganar al torpe de su abuelo. También mi nieta de tres años ha dejado que pusiese yo la última pieza del puzle que hacíamos a medias para que así me sintiese realizado con el juego.
Con estos ejemplos no veo qué ventaja puede haber en relacionarse con personas mayores, para quienes el motor de la vida suele ser el rencor y que si muestran algún afecto o presunta generosidad hacia otro suele ser para obtener algo a cambio.