Son jóvenes. Detestan el orden establecido. Pasan de los políticos. Abominan la cultura del éxito. Rechazan a los extranjeros. Su credo es la evidencia. Su lema es la frustración. Son fruto de la quiebra social. El producto bastardo de la cultura del triunfo: son los marginados. Los hijos del fracaso.
Son los grupos de inadaptados cuyas señas de identidad son el cuerpo y la litrona. En ellos los valores tradicionales están en crisis u optan por desaparecer. Esta sociedad que rinde culto al individualismo no ha logrado que los valores verdaderos impregnen a una población víctima de la ingeniería social. La política no ha sabido crear las oportunidades para el progreso que no se da nunca sin esfuerzo. La crisis económica y social siempre latente que siempre cobra víctimas en la clase trabajadora y en las clases más desfavorecidas, a la falta de instrucción deben sumar la falta de expectativas. Hace falta valor y coraje para triunfar en esta sociedad de la comodidad y la paquita. La violencia está a flor de piel.
La situación actual socioeconómica no ha dejado de generar paro, insolidaridad y frustración; esta vez a nivel global. Es el caldo de cultivo del surgimiento de grupos de jóvenes ignorantes y violentos, además de desencantados ante un futuro que no se lo va a poner fácil aunque nunca fue un regalo. La juventud preparada para disfrutar de un mundo de oportunidades se topa con el universo del paro y de una habitación en un piso compartido. Al desánimo sigue la desmotivación y el miedo.
Los medios de comunicación se han convertido en los medios de la desinformación. Tres mentiras y una verdad para que acabemos por no saber analizar la realidad que nos preparan. Nos bombardean con mensajes de la cultura del triunfo para tapar la cultura de la mediocridad en la que vivimos. Se incita al sexo fácil como salida a la falta de valentía de los jóvenes para formar una familia. Pilar fundamental contra cualquier tipo de tendencia o ideología que nos quieran imporner.
No es una juventud mejor formada que otras, es incluso más cobarde. Todas han tenido que jugar con su baraja y echar sus cartas, además de saber jugar sus faroles. Se hace difícil afrontar la vida cuando las instituciones que tienen que ampararte pierden credibilidad. Nunca han tenido tan poca. Las familias que permanecen ya no son capaces de suplir las carencias del sistema. España es o era un país de familias que han sabido parchear las crisis pero la pandemia ha acabado con gran cantidad de familias y de abuelos que contribuían con su pensión y trabajo a que los hijos y nietos tirarán hacia adelante. Toca afrontar al mundo con soledad.
Hasta ahora se había ido acumulando una considerable cantidad de ocio juvenil. Son muchos los jóvenes que no tienen mucho que hacer, que andan sobrados de tiempo, ni trabajan, ni estudian, ni quieren, ni lo intentan, ni tienen recursos. Hay ninis por todos lados. Se han acostumbrado a vivir de noche y sumergirse en un ambiente gregario que facilita las adicciones. Mezclado todo eso se obtiene como resultado una pavorosa violencia potencial que se transforma en acción en cuanto se le añada una nota negativa a la que aferrarse. En grupo cualquier acto de violencia callejera queda impune. El aterrorizado se convierte en terrorista, todo ello en las más variadas versiones del integrismo: comunista, feminista, nazi, islamista, etc... Es la tentación recurrente para declarar superado el problema del mal. Instrumentos en manos de unos pocos que gobiernan la deriva.
Estamos asistiendo a una deriva desde el inicio de la pandemia hacia una guerra civil global para instaurar un nuevo orden mundial. Como siempre no interesan al sistema salvo para conseguir el fin. Todo hace pensar que se quiere instaurar el sistema económico chino para todo el planeta de una forma que la propia población lo acabará pidiendo y aceptando sin conocer una civilización y una cultura con la que tenemos poco en común. En el climax de la angustia vemos el mundo naufragar sin sentido. Este conocimiento de navegar hacia la nada convierte al hombre en lugarteniente de la nada quedando a merced del primero que llegue. Parece que el Estado está dejando de tener en su principal sentido el monopolio legítimo de la violencia o de la defensa. Después de ello ya no habrá que asombrarse de nada.