Tarde taurina gloriosa la del pasado martes en Espino Rapado, en el corazón del campo charro, dominios de Ojo Guareña, la finca que Pedro Gutiérrez Moya, El Niño de la Capea, hizo suya con el capote y la muleta movidos con temple a impulsos del corazón.
Torearon cuatro murubes de la casa, uno de ellos cinqueño, nada menos que Miguel Ángel Perera y El Capea, acompañados por banderilleros como Javier Ambel o Vicente Herrera, que reaparecía, recuperado de un percance que lo ha tenido parado cerca de catorce meses, y con Manuel José Bernal a caballo, una garantía de las varas en su sitio.
Qué maravilla, todo bien planteado y todo hecho mucho mejor que bien. Perera sigue en Perera, escalofriante y exquisito su toreo largo en los terrenos más comprometidos, qué manera de embarcarse a los toros, de templarlos y de llevarlos embebidos en la muleta. Tuvo el lote menos lucido, le dio lo mismo. Llevo años diciendo que donde él se pone y cómo se pone, nadie lo hace. Nos ha dado muchas tardes de ensueño, y ahí continúa: Perera en Perera, qué noticia tan grandiosa.
Y El Capea sigue creciendo. A los toreros hay que esperarlos, y a él no se le ha esperado. Bueno, pues eso que algunos se han perdido. Si está de Dios, ya tendrán tiempo de rectificar. A Pedro Gutiérrez le sirven todos los toros, y cuando le salen los buenos, como sucedió la tarde que aquí nos ocupa, sabe estar a la altura de sus exigencias. Que tienen carbón, pues seguridad. Qué piden el toreo por abajo, pues por abajo. Y dos estoconazos en lo alto y hasta la empuñadura. “Paciencia y barajar”, que escribió Cervantes.
Toros en Espino Rapado, tarde de Gloria. Qué pena que la pandemia del coronavirus en alas de la cobardía de quienes nos (des)gobiernan esté negando estas maravillas al común de los españoles.