Las cifras de los contagios, el ascenso del número de ingresos y, lo que es peor, el incremento de la cifra de fallecidos es alarmante. Todas las provincias de España se están viendo afectadas por los malditos rebrotes. Es una verdadera tragedia y un auténtico drama social y eso que, todavía a día de hoy, estamos padeciendo los efectos de la primera oleada de coronavirus.



En este escenario, de manera clamorosa y sangrante, los protagonistas, aunque no los únicos, son nuestros jóvenes. El mal entendido divertimento, la falta de escrúpulos en los comportamientos y las actitudes irresponsables, la total indiferencia ante el dolor y la magnitud del problema, la enorme frialdad social demostrada y, la falta de compromiso social, son un muestrario de la gravedad del panorama. La inconsciencia consciente preside las conductas de muchos, no todos afortunadamente, de nuestros jóvenes.



Las macro fiestas, las reuniones multitudinarias, las reuniones familiares y de amigos en las casas particulares, el mal interpretado ocio nocturno y los botellones se suceden por doquier. Sin mascarillas, sin ninguna medida de seguridad, sin guardar la distancia social y con enorme desvergüenza, ajenos al dolor y sufrimiento que puedan causar, se celebran todo tipo de reuniones y encuentros. Por si fuera poco, el grado de estupidez de algunos supera cualquier límite, se busca intencionadamente el contagio. Así lo hemos sabido recientemente a través de los medios de comunicación. Es el colmo de la canallada, organizar quedadas para provocar la difusión del virus. Este comportamiento es completamente delictivo, como también lo es las formas de proceder anteriormente citadas. El atentado contra la salud pública es digno de ser sancionado contundentemente con todo tipo de penas y condenas. No se puede asumir, menos aún transigir, con tales comportamientos que atentan contra el conjunto de la sociedad, en especial y de forma criminal, contra las personas más débiles y vulnerables, nuestros mayores y nuestros ancianos. Siento un enorme enfado cuando, cada día, veo las imágenes con las que se abren los servicios informativos presentando todo tipo de escenas, casi obscenas, de aglomeraciones de gentes poniendo en jaque al resto de la ciudadanía. Las medidas tienen que ser contundentes, ejemplarizantes e inmediatas. Es intolerable tolerar tanto desmán y exceso sin límites.



Como educador, como ciudadano y como docente me pregunto ¿Qué está pasando con nuestra juventud? ¿Cuáles pueden ser las causas de tales formas de proceder? Desde hace tiempo, quizás décadas, he venido percibiendo una tendencia cada vez más acusada hacia la indolencia, la falta de empatía hacia el prójimo, la frialdad social, la palmaria irresponsabilidad, un hedonismo descontrolado y, entre otros aspectos, una absoluta indiferencia social en muchos de nuestros jóvenes, menores de edad incluidos. Hoy se manifiesta públicamente de esta manera y en estas circunstancias actuales, pero ya se viene produciendo en otros ámbitos y espacios sociales. La familia y la escuela son dos de ellos.



La cultura del goce y el placer se abren paso, con notable y pernicioso éxito, en las formas de entender la vida. Vivir al día, disfrutar del momento, no pensar en el conjunto y, con clara conciencia, trasgredir la norma es un deseo imperante. Ya se viene apuntando, por parte de los sociólogos, de una generación perdida en este sentido. Junto a ello y con ello, el nihilismo y la falta de trascendencia, no necesariamente religiosa, toma carta de naturaleza y contribuye al fracaso educativo de nuestra juventud. Insisto en que universalizar y hacer extensiva a todo el conjunto de los jóvenes estas afirmaciones, no es justo, no es correcto, pero me refiero a quienes protagonizan las escenas que señalo. Afortunadamente, también hay muchos que practican deporte, vida sana, compromisos solidarios y ocio saludable.



Pero….Vayamos a la raíz del problema. Lo que hoy está sucediendo tiene sus orígenes en el ámbito familiar. La familia es la primera escuela de formación en el proceso de construcción de las personas, es allí donde, desde la cuna, se forjan identidades y personalidades. No se puede enseñar lo que no se ha aprendido, no se puede practicar lo que no se ha asumido mediante una educación conveniente. La fuerza de ejemplo es definitiva, el aprendizaje por imitación es la consecuencia más evidente. La escuela debería reforzar una cultura de valores aprendida en casa contribuyendo, de forma notable, al desarrollo personal de los chicos y adolescentes. Jamás podrá sustituir al ámbito familiar, ni debe aspirar a ello. Los valores y principios de la responsabilidad, el respeto, trabajo, esfuerzo, sacrificio, la solidaridad, la justicia, el compromiso y otros tantos, deben ser sembrados dentro de la esfera más privada e íntima del individuo. Tampoco puedo olvidar la importancia de educar la afectividad, de enseñar a amar y desarrollar una filosofía del amor al todo. Ésta es quizá la parte más complicada del ejercicio de ser padres.



Si esto ocurre, las posibilidades de éxito social son mayores, aunque no ciertas. Un mundo con límites, con normas claras y bien configuradas permiten alcanzar un orden en lo personal, en lo profesional y en lo social. Relativizar sobre estos aspectos y practicar un buenismo moral no funciona. Tener principios, criterios y valores desde los que actuar permiten afrontar una mejor convivencia, una mayor armonía y un proyecto de vida individual más equilibrado. La dejación de las responsabilidades educativas por parte de los progenitores, o tutores legales de los hijos, traen nefastas consecuencias como las que estamos sufriendo.

Ser padres es muy difícil, muy complicado en la sociedad que nos ha tocado vivir, con sus retos, sus exigencias y modelos de referencia, demasiadas veces nocivos y poco aleccionadores. Sin embargo ahí radica lo hermoso del empeño, del esfuerzo y la generosidad, sin tasa, del quehacer familiar. No se puede desertar y practicar el escapismo huyendo de tamaña tarea. Renunciar a esta empresa supone aceptar que la educación va a ser asumida, se quiera o no, por parte de otros educadores ajenos. No educar produce el efecto contario, maleducar. Las personas son el producto social de la sociedad en la que viven, de las familias que las acogen, son , en definitiva,el espejo de aquella.

En conclusión, tenemos un serio problema que requiere dos actuaciones inmediatas: desarrollar, como prevención, una verdadera educación asentada en valores y, en segundo lugar, de  manera interventiva y punitiva, actuar con la máxima contundencia que la ley permite. Tolerar lo intolerable y permitir lo inaceptable nos convierte en cómplices de la digresión y el cruel exceso que estamos padeciendo.