No tengo nada (que decir)
La verdad es que no tengo nada más que una profunda depresión por este mundo de coronavirus que nos circunda desde que nos levantamos hasta que intentamos dormir.
Por eso mismo, tampoco tengo nada que decir. Intento descubrir si hay alguna buena noticia que comentar, algo que me alegre el día y no precisamente en plan Clint Eastwood y no lo hallo. Desde la devastación de Beirut hasta los incendios en California, pasando por las revueltas y manifestaciones de medio mundo, todo lo que observo es un panorama sombrío que no invita al optimismo.
Hasta amigos míos, forofos impenitentes de la información, que antes se tragaban todo lo habido y por haber, prescinden ahora de las noticias para no deprimirse ellos también.
Sin alejarme del coronavirus que todo lo impregna, he llegado a la conclusión de que no entiendo nada de nada, con noticias contradictorias, paparruchas en las redes sociales, normas diferentes en unos sitios y otros y unos días u otros,…
Paso de descubrir que ni siquiera es cierto lo más fetén —ese comité de expertos que presuntamente asesoraba al Gobierno y que resulta que no existía— hasta las revueltas individuales y colectivas contra el uso de las mascarillas: entre las formas más ridículas e inútiles de ponerlas —garganta, codos,…— bate el récord la de situarla en el cogote, como las kipás de los judíos practicantes.
Ante este panorama tan desolador, pedí a mis allegados que me hiciesen llegar alguna noticia positiva que me restañase el alma. Con la mejor intención, una de mis hermanas me contó el largo y laborioso rescate de una tortuga apresada involuntariamente en unas redes.
Ni por esas. Mi primera reacción fue pensar en la dolorida y asustada tortuga y en lo costoso de su liberación, con lo que en vez de sosegarme me angustié aún más.
Está visto, pues, que no tengo nada que decir y que mejor está que no lo diga.