Todas las encuestas coinciden en que los políticos son el colectivo peor valorado del país. Se explica por la corrupción, claro, pero no sólo por ella. Lo cierto es que todos los partidos, sin excepción, se han visto inmersos en casos y sucesos de corrupción y hay la sensación de que no han sido suficientemente castigados por ello.
Pero digo que hay más. Se les reprocha a los representantes públicos el estar más pendientes de su propia conveniencia que del interés general, de no haber trabajado muchos de ellos fuera de la Administración y de haberlo hecho en ella a dedo, ignorando en consecuencia los problemas reales de la gente. Y que para lucir más y justificarse mejor ante el personal han inflado o inventado currículos, títulos y profesiones que no han ejercido.
No está nada mal como inventario de reproches justificados. Pero, en honor de la verdad, debo decir que eso no es algo exclusivo de nuestros paisanos, sino la tónica general de una clase política desprestigiada en todas partes y cuya situación justifica la desafección de los ciudadanos por las cuestiones públicas. En muchos aspectos, además, nuestros representantes no son peores que los ajenos, con una capacidad dialéctica que para sí quisieran, pongamos por caso, los candidatos presidenciales de Estados Unidos, los diputados franceses o los parlamentarios británicos, según puede apreciarse en la retransmisión televisada de cualquier debate.
O sea, que no debemos acomplejarnos por ello. De lo que sí deberíamos sentirnos culpables es que esos tipos egoístas y muchas veces corruptos, mentirosos todos ellos sin que se les caiga la cara de vergüenza han sido elegidos por nosotros mismos, con lo que no tenemos razón alguna en nuestras reprimendas.
Y lo peor de todo, además, es que lo hemos hecho a sabiendas, porque resulta que son iguales que nosotros y reconocemos en ellos exactamente los mismos defectos que nos adornan, por decirlo de una manera piadosa y delicada.