El ciudadano Pablo Iglesias puede hacer en su vida privada lo que quiera, siempre que no infrinja la ley, claro. Puede irse a la Luna, si lo desea o hacer la paella más grande de Galapagar, por poner dos ejemplos extremos de libertad individual.
Pero él, tanto como ciudadano privado como público, lo que tiene que hacer es cumplir sus promesas jurídicas que nadie le obligó a formular. Por ejemplo, la “lealtad al Rey y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”, a lo que se comprometió cuando aceptó la vicepresidencia del Gobierno.
Nadie, que yo sepa, le obligó a tener ese cargo, para el que se postuló él solo y el cual consiguió tras su acuerdo con Pedro Sánchez. Ya sabía el hombre lo que suponía aceptar la encomienda y lo que eso le implicaba a él personalmente. Y lo aceptó, profiriendo una promesa que ha incumplido con luz y taquígrafos.
Ya me dirán si no es así cuando públicamente afirma que una “tarea política fundamental” de Unidas Podemos, partido al que pertenece, es acabar con la Monarquía, institución, además, que figura en esa Constitución que también prometió “hacer guardar”.
Claro que la coherencia no es, precisamente, una cualidad de nuestro hombre, que también prometió “mantener el secreto de las deliberaciones del Consejo de Ministras y Ministros”, y ahí le tienen, jugando un día sí y otro también en el alambre informativo al insinuar, apuntar y referir algunos asuntos discrepantes que se cuecen en el citado Consejo y adelantar el contenido de otros tantos.
Que conste, y lo digo ya, que Pablo Iglesias tiene todo el derecho del mundo a ser republicano y a imponerse como tarea fundamental conseguir esa República. Pero, en ese caso, debe dimitir automáticamente de una Vicepresidencia que conlleva lealtad a un Rey cuyo cargo pretende abolir y respetar una Constitución de la que se obligó libremente a ser garante.