La tramitación y posible concesión del indulto a los condenados del procés está planteando una polémica en la que, sin duda, se va a cuestionar la propia supervivencia de dicha figura, olvidándose que su inclusión en nuestra Constitución lo ha convertido en una institución del máximo rango legal.
En efecto, el artículo 62 i) CE, asigna al Rey la potestad de ejercer el derecho de gracia o de perdón mediante el indulto, aunque ello no sea hoy día más que una atribución puramente teórica vinculada a los privilegios de la monarquía histórica, ya que quien realmente los concede es el Gobierno a propuesta del Ministerio de Justicia que, en su día, llegó a llamarse de Gracia y Justicia.
Pero las controversias que acompañan a esta figura obedecen a causas diversas, esencialmente por considerar que su concesión hurta a la Justicia su función esencial de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y, por ello, muchos se preguntan qué pinta el Gobierno enmendando la plana a los jueces y, sobre todo, cuando su concesión se considera caprichosa, arbitraria o infundada, cuando no injusta. Esto es, el derecho de gracia hace poca gracia.
Y ello ¿Por qué? Pues porque se olvida que el indulto es, o debe ser también, un acto de justicia, o más bien de clemencia, aunque no lo apliquen los jueces. Sin embargo, los tribunales con sus informes condicionan muchas veces su concesión o no y, como veremos, también su efectividad.
Y ¿Por qué es un acto de justicia? Pues porque hay razones que lo aconsejan, según la vetusta Ley de Indulto de 1.870 y que no son otras que las de justicia en sentido amplio, mediante la equidad y la utilidad pública. Conceptos aparentemente difusos pero que han venido siendo precisados por los tribunales y la doctrina.
Incluso, nuestro Código Penal, justifica expresamente la necesidad de indulto por dichas razones cuando en su artículo 4.3 determina que el Juez o Tribunal solicitará el indulto "cuando la pena sea notablemente excesiva, atendidos el mal causado por la infracción y las circunstancias personales del reo".
Sin embargo, si el indulto, como parece ser en este caso, no tiene buena prensa, será por algo. Aunque quizá, lo más evidente sea por su uso arbitrario, que no discrecional, en su concesión, como ha sucedido en algún supuesto en que ha sido anulado por el Tribunal Supremo en una histórica sentencia de 20/11/2013, en la que, se enmienda la plana al Gobierno anulando el Real Decreto de concesión. Al igual que produce estupor cuando también, muchas veces con la ayuda del fiscal, se aplican distintas varas de medir, como puede suceder en otros casos.
Por ello, habría también que plantearse si debe seguir siendo el Gobierno de turno quien decida siempre su concesión. A este respecto, debe recordarse que en la Segunda República era precisamente el Tribunal Supremo quien concedía con carácter general los indultos, reservándose al presidente de la República únicamente los casos de extrema gravedad.
Ello permitiría normalizar su concesión, ganando en credibilidad, y evitándose casos como el de Gómez de Liaño indultado por el Gobierno de Aznar, en abierta oposición de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que lo había condenado, hasta el extremo de resucitarse una Sala de Conflictos Jurisdiccionales formada “ad hoc”, que fue proclive a las tesis gubernamentales, en un episodio realmente bochornoso.
Sin embargo, difícil es, por no decir casi imposible, que el Gobierno renuncie a una prerrogativa que, si bien evitaría estas disfunciones por no decir abusos, correctamente utilizada sirve también para implementar la política criminal y para otros fines relevantes como, por ejemplo, asegurarse la colaboración de miembros de bandas criminales o atenuar conflictos en las relaciones internacionales y, en definitiva, como medio de pacificación y concordia. Hay también quien propone, como mal menor, como hace el magistrado del Supremo Luis Díez Picazo, en su voto particular concurrente con la sentencia citada, “que la ley exigiera la previa autorización parlamentaria para otorgar determinados indultos”.
Sea como fuere, bueno sería revisar la anticuada Ley de Indulto, comenzando por introducir efectivos mecanismos de motivación o justificación en la concesión, como existía antes de su supresión por la Ley 1/1988 y como propugna, con argumentos irreprochables, la citada sentencia del Tribunal Supremo, cuando exige para evitar la arbitrariedad que, “todos los actos del Poder Ejecutivo y de la Administración han de ser racionales". Todo menos mantener el oscurantismo vigente, dotándose al procedimiento de una efectiva transparencia.
El indulto, aunque haga más o menos gracia, sigue teniendo pleno sentido como medida de clemencia, en un moderno estado democrático de derecho como, sin duda, debe ser el nuestro y como sucede en los ordenamientos de los países occidentales a cuyo ámbito pertenecemos.