De noche, en silencio, sin que nadie se entere, la invasión comenzó. Mientras vivíamos ajemos a todo, disfrutando de la libertad, discutiendo nimiedades, trabajando sin parar y preocupados por una crisis económica que parecía avecinarse, cae el primero de los infectados, seguido de otro, y otro... no nos damos cuenta, no queremos verlo y comienza en la televisión a hablarse de una infección allende nuestro y nos reímos, nos burlamos.
Las primeras voces de la inteligencia nacional comienzan a alertar a nuestros dirigentes que, engolados por sus victorias políticas, desoyen las alarmas y animan al ciudadano a continuar con su vida normal.
Cuando menos lo esperamos, aturdidos por las manifestaciones y eventos de esos días, cae sobre nosotros, como aceite hirviendo desde las almenas, un enemigo desconocido, desconcertante, silencioso, anónimo, cruel, invisible, que se mete por cualquiera de las grietas de nuestra vida y provoca una mortalidad inusitada.
Como sucede ante cualquier ataque imprevisto, desde el más pequeño de los soldados hasta los más altos Coroneles y desde el más elevado escalafón social al más humilde de los ciudadanos, quedamos noqueados, atontados y, sin saber cómo actuar, cómo responder a la agresión.
Los servicios de emergencias se ven superados, las autoridades faltos de reacción, los ciudadanos atenazados de miedo y el golpe certero del invisible enemigo cada vez más fuerte.
El gobierno, como pollo sin cabeza, no sabe cómo actuar, la oposición apoya al ejecutivo y los ciudadanos, entre moribundos, enfermos acongojados y temerosos, se someten al dirigente para que les salve la vida.
La imagen es desoladora, la morgue repleta, los mejores están muriendo, el horror destroza cualquier percepción y se esconde la realidad para que los pueblos no sientan miedo, para lo que se anima a aplaudir a los sanitarios y a cantar a la puerta de casa, como si el zarpazo no se pudiere producir.
Un pueblo acostumbrado a la sangre, a la muerte, al terrorismo y su barbarie, que con esas visiones luchaba contra ese enemigo, se encuentra anestesiado con el cántico, con la ocultación de la muerte, pero sometido en aras a una supuesta e hipotética sanidad.
Se reduce la infección y rápidamente el gobierno se apunta a la victoria, se va de vacaciones, se niega la posible vuelta a la guerra no vencida; pero, al poco, sin haber tomado medidas jurídicas, sanitarias, sociales y económicas, con el país sumido en la ruina, con la sanidad sin recursos por el destrozo producido, con el miedo en el cuerpo, nuevamente, el gobierno, en lugar de luchar, de hacer test que permitan descubrir los infectados y actuar, de aportar ayudas sociales a los trabajadores y a los empresarios, con el país destruido como tras una gran guerra, pero jugando con la imagen de la gente por las calles, pretende salvar su irresponsabilidad echando la misma al ciudadano que se somete a las reducciones de movilidad, de trabajo, de relación, que admite la distancia social, la mascarilla y su limitación de derechos que permite al gobierno ocultar la gestión, actuar sin control, para criticar o "minimizar" a los pocos que alzan la voz.
Vivimos una película de ciencia ficción en la que, tras la bomba vírica, la desolación se adueña de las calles y los poderosos obligan a obedecer a los ciudadanos para que hagan lo que ellos desean, para ser eliminados los que se nieguen.
La mascarilla para callar, el horario para someter, la falta de movilidad para demostrar el poder y, sobre todo, la falta de medidas sanitarias para inocular el miedo con el mismo discurso en todas las televisiones, en todos los medios, como única referencia el daño del virus, pero sin hacer más que mirar cómo mueren los ciudadanos.
Que sufrimos un ataque vírico, natural o humano, es una evidencia; que nuestro gobierno durante casi un año no ha hecho nada, una realidad; que se pretende silenciar al disidente, no hace falta prueba; que se negaron las mascarillas, los guantes y los test para, finalmente, obligarnos a llevarlas y, al menos en algunas comunidades, la solución está siendo el test. No se comprende que si se toman medidas, si se cumplen las recomendaciones y si se adaptan los negocios, se tenga que parar la economía, sobre todo cuando en algún sitio se demuestra que no es preciso, pero se apliquen estados de alarma ilegales, toques de queda no aplicados jamás en democracia, se limiten los derechos fundamentales y no se asuman responsabilidades.
En toda película de ciencia ficción, en la que el ataque vírico es el fundamento, mueren muchas personas, los dirigentes se convierten en dictadores repugnantes que triunfan sobre los cadáveres de sus ciudadanos, pero el final se produce cuando ganan los buenos que luchan contra la injusticia.... En la realidad, ya veremos.