Cuando parecía que el descrédito de nuestra clase política era insuperable, aún ha sido posible una vuelta de tuerca más. El esperpento de las mociones de censura de Murcia y Madrid y las contramedidas para sortearlas se sitúan entre lo sublime y lo ridículo, con los partidos compitiendo por quién insulta al otro mejor y quién es más traidor de todos. Una situación ejemplar.
Lo único cierto de todo este vodevil es que los políticos firman sin rubor una cosa y la contraria, que se saltan los pactos por el forro y que anteponen sus intereses a los de quienes les votaron.
¿Qué vale la palabra de un político a tenor de sus resultados?: lo suficientemente poco para creerla, pero lo bastante, al parecer, para que sigamos votándoles, en vez de quedarnos en casa o emitir un sufragio en blanco como ejercicio de castigo público.
Es cierto que la mitad de los electores vota a piñón fijo, por una afinidad irracional, hagan lo que hagan sus representados, pues respaldan a siglas políticas en vez de a programas de gobierno, Del resto de votantes se ignora sus razones, pues al igual que los anteriores no se ha leído los textos programáticos de qué se piensa hacer con su voto, con lo que resulta más fácil engañarles.
Pero en la grotesca comedia representada en Murcia y Madrid, insisto, se ha batido el récord de pasar del descrédito a lo ridículo, estando representados todos los personajes de una tragicomedia: el traidor, el tránsfuga, el pillo, el que es más pillo que el anterior, el corrupto, el tonto de Coria y al que le han pillado con el carrito del helado.
Lo malo de los políticos, pues, no es que se traicionen entre sí, pues eso va de suyo, sino que lo hagan con los electores, pues su voto puede servir para una cosa o la contraria, según el estado de ánimo con que amanezca el político de turno y, sobre todo, lo que convenga a sus intereses inmediatos.
Por este rifirrafe aún inacabado cabe deducir que tenemos la peor clase política de estos cuarenta últimos años. Resulta más insultante, por ello, el desdén con el que se refirió hace poco Adriana Lastra a las opiniones de los políticos de las generaciones anteriores, hablando condescendientemente de “nuestros mayores”, cuando en vez de simples mayores, comparados con los de ahora, resultan magníficos gigantes en defensa de los valores públicos.