Reconquistar nuestra identidad
A día de hoy no podemos olvidar que vivimos en unos tiempos difíciles en los que hay mucho por hacer y reconstruir, tanto en nuestro país como en el mundo, en que cada día hay más ciudadanos que no saben atarse unos zapatos con velcro y que ni siquiera saben el significado de la palabra repugnancia concepto que tiene varias acepciones, pero que se va convirtiendo en banal y normal en nuestra convivencia diaria.
Una de las acepciones es la sensación física de desagrado que produce el olor, sabor o visión de algo y que puede llegar a provocar vómito. "Me cuidaría mucho de tragarme algo de eso", podemos afirmar con gesto de repugnancia; o "reprimí en mi interior la repugnancia que me producía súbitamente esa imagen". También significaba aversión o sentimiento de rechazo hacia ciertas ideas o actos, desde el punto de vista moral o intelectual. Una conducta política simplemente ilegal o una traición de un compañero producía hasta hace poco una reacción mecánica de repugnancia en las personas honestas.
Cuando cualquier mediocre de cualquier pelaje puede llegar a ser el personaje más poderoso de su país o incluso del mundo y la identidad personal, e incluso los estudios, se pueden comprarse en el supermercado; cuando podemos comer sin alterarnos mientras oímos el telediario; cuando la razón mercantil utiliza el horror como espectáculo; cuando todo eso ocurre en plena normalidad es lógico que la mayoría busque el paraíso universal en la apariencia, y que una minoría consciente piense que hay mucho por hacer.
Los rasgos de la apariencia han pasado a formar parte principal del lenguaje transnacional de la cultura y la realidad. Ya no existe el ridículo, ni siquiera el buen humor, que sólo puede existir allí donde la gente distingue alguna frontera entre lo relevante y lo irrelevante, hoy cosa imposible. La exaltación seria de lo ridículo y de lo irrelevante deja fuera de juego al humor y, por supuesto, a la inteligencia. Inteligente es ya equivalente a quien gana dinero; admirado siempre e indistintamente del modo por el cual lo consiga. El éxito proviene siempre del exceso y está en manos de lo mediático, médium de la nueva realidad banal.
La propia democracia, el menos malo de los sistemas, se ha convertido en una chuchería de moda, en una banalidad más. Vimos en el Parlamento español hace años a diputados votar con los pies para encubrir ausencias de compañeros de escaño, mientras otros dormían en la poltrona y algunos se van aunque no sabemos si cerrarán la puerta o se pasarán a las hasta ahora también bien vistas cloacas... Nada cambia. La democracia inconsistente es aquella en que la moda o la tendencia de lo que está bien o mal, en este momento, ha sustituido a los programas y a las convicciones, y en la cual la pasividad ciudadana contrasta con el exceso de agitación y movilidad de una clase política sólo pendiente de su propia apariencia, que es la clave del voto.
Dictar y pagar tendencia e imagen es la clave del control del poder, y hacer de ellas un lenguaje es controlar la comunicación. Hemos asistido a prohibir la palabra a quién defiende la constitución y la democracia; y se ha dado a quienes pretenden destruir la nación y la democracia; siempre en pro de unos intereses que benefician a unos pocos en perjuicio de la nación.
La democracia ha aprendido los trucos del efectismo y lo ha desarrollado como una mercancía. La democracia ha pseudodeificado al ciudadano, ha asumido la protección de todos sus derechos, ha devuelto al ciudadano a una infancia irresponsable, y le ha enchufado a la cultura infantil que le corresponde, además de cosificarlo y alejarlo del poder, de una trágica realidad pandémica mal gestionada, de la deconstrucción de la sociedad, y llevarlo, como ganado en el mueco, hacia un futuro oscuro y vacio de valores como el que va al matadero.
Empezamos a ver que algunos estos días en Madrid, se han dado cuenta que su vida ha sido un constante ridículo defendiendo ideas y tendencias, que les han abocado a las colas del hambre, elaboradas por una ingeniería social dirigida por los mismos de siempre. Imagen de momento impertinente para la falsa mugresía de bajo pelaje, a la que el ciudadano volverá a responder pedaleando, manteniendo el equilibrio y convenciéndose de que la crisis pasará, que el medio ambiente se arreglará, de que no podemos hacer nada por el tercer mundo, ni siquiera por los conflictos asimétricos, cuando se le arregle su espacio de confort.
La sociedad de la tecnología absoluta, de las ceremonias, de los héroes-robot, de las identidades de consumo, de la confortable irresponsabilidad cívica, y de la libertad light son un encantador repollo de igualdad ficción, riqueza ficción y tontería real. Si todo ello nos protegiera de esa supuesta nueva normalidad, totalitaria en el fondo, sería incluso magnífico pero no podemos asegurarlo. Hay en esta nueva alfabetización de la sociedad la conformación de un nuevo falso paraíso, producto de la utopía de la aculturación del ser humano que lo vaciará de creencias y contenido.
La realidad ha caído en manos de una falsa utopía carente de deberes que la ha destruido. Lo que ha querido ser un estado del bienestar, una construcción paradisiaca y artificial del hombre empieza a mostrarse como una sofisticada y modélica fórmula de destrucción paulatina de lo humano. El engaño siempre tiene color de bondad. Lo efímero, y aun más lo instantáneo, pone de relieve que lo que cuenta es lo actual; el fugaz y eterno presente vacuo y justificador de lo arbitrario, de lo irracional, y aun más del consumismo de todo tipo, y de la eterna huída hacia adelante. Queda mucho por hacer, por reconstruir y por reconquistar nuestra identidad.