Por fin -¡por fin!- un duelo en la cumbre como los de antes, cuando toros y toreros andaban de boca en boca, cartel que marca el camino a seguir para que las cosas vuelvan a ser como fueron: el de la competencia de verdad, sin besitos en el patio de cuadrillas y con argumentos en el ruedo, que ya la solemnidad del paseíllo puso de manifiesto que Roca Rey y Pablo Aguado no se citaban en Vistalegre para darse coba.
(Quien también se dio cita, por cierto, fue uno de esos voceros insufribles que hoy por hoy casi nunca faltan en las plazas de toros, quien a voz en grito pregonó el atrevimiento de su ignorancia al tildar de inválido al primero de la tarde, “Juguetón” de Vegahermosa, que poco después se ensañó ferozmente con Juan José Domínguez y no lo mató de milagro).
El desafío en puntas cuajó desde el principio. Porque ante un toro que parecía poco propicio, alto y enmorrillado, embistiendo con las manos por delante, Roca Rey incitó a Pablo Aguado al quite, incitación aceptada por el sevillano con desconcierto, pero también con arrogancia, al cabo de la calle de las dificultades de “Juguetón”.
El quite resultó tremendo, admirable. Afirmado en el magisterio de su capote, Aguado trazó una verónica suntuosa, solo una pero suntuosa, alarde al que Roca contestó por saltilleras de mando, inmutable y sin pestañear, preludio de infarto a una faena en los medios de seguridad, limpieza y arrebato, para mi sorpresa saldada sin premio entre la frialdad del público, una frialdad cada vez más extendida que me tiene bastante mosca. ¿Qué la estocada –entera- cayó un pelín a trasmano? Insisto: un pelín. ¿Y eso bastó para no refrendar con pañuelos una faena arriesgada, medida, sobrepuesta a la cogida dramática de su banderillero y además verdaderamente sabia, o sea, apropiada y a favor de las condiciones de un toro que fue a más por mor de la paciencia y el buen hacer del diestro limeño? No sé, quizás me equivoque, pero...
Y del Rey de Roca, al imperio del temple regido por Pablo Aguado, que aplicó a su segundo, “Inspector” de Jandilla, unas chicuelinas apasionadas como respuesta en puntas a las de compás abierto y ajustadísimas inmediatamente antes, en su quite, aplicadas por el peruano. Qué banderillas, a continuación, de Iván García y Pascual Mellinas y, en contraste, qué decepción con el toro, rajado sin remedio. Aguado pasó un calvario con la espada y al descabellar, pisando peligrosamente los terrenos del tercer aviso. En fin, donde no hay bravura …
Al contrario, por cierto, que “Semillano”, astado charro de Justo Hernández, siempre a más y más, con ritmo y haciendo el avión en una faena larga (entró a espadas cuando ya había sonado el primer aviso) y de clamor que recibió el refrendo de las dos orejas. Hubiera sido de ciegos no ver esa dimensión tan honda de su toreo, aunque puestos a cerrar los ojos ahí estuvo la ceguera de la inmensa mayoría de los espectadores ante la calidad del astado, a mi juicio de vuelta al ruedo. No quiero insistir en ello, pero tengo la sensación de que cada día se valora menos a los toros, y así no hay forma.
Conclusión: tarde de competencia torera y lamentablemente de sangre, el camino es este, pero –eso sí- adaptando el precio de las entradas a la realidad de la economía del país, que no está precisamente para tirar cohetes.