El indulto del procés o mejor dicho de sus condenados, no solo se ha hecho famoso, sino que está ocasionando tensiones políticas del máximo nivel que lo han convertido en un elemento de primer orden en nuestra actualidad política.
Y ello ¿por qué? Pues porque se olvida que el indulto es, o debe ser también, un acto de justicia, o más bien de clemencia, aunque no lo apliquen los jueces. Sin embargo, los tribunales con sus informes preceptivos condicionan muchas veces su concesión o no y, como veremos, también su efectividad.
Y ¿por qué es un acto de justicia? Pues porque hay razones que lo aconsejan, según la vetusta Ley de Indulto de 1.870 que no son otras que las de justicia en sentido amplio, mediante la equidad y la utilidad pública. Conceptos aparentemente difusos pero que han venido siendo precisados por los tribunales y la doctrina.
Incluso, nuestro Código Penal, justifica expresamente la necesidad de indulto por dichas razones cuando en su artículo 4.3 determina que el Juez o Tribunal solicitará el indulto "cuando la pena sea notablemente excesiva, atendidos el mal causado por la infracción y las circunstancias personales del reo".
Sin embargo, si el indulto, como parece ser en este caso, no tiene buena prensa, será por algo. Aunque quizá, lo más evidente sea por su aparente uso arbitrario, que no discrecional, lo que está por ver.
Ello ha sucedido en algún supuesto como el que fue anulado por el Tribunal Supremo en una histórica sentencia de 20/11/2013, en la que se enmienda la plana al Gobierno revocando el Real Decreto de concesión por no atenerse a los requisitos establecidos, esto es, que existan suficientes razones de justicia o equidad, lo que, como hemos dicho, no es fácil de justificar y menos aun cuando la concesión del indulto no es motivada.
Por ello, habría también que plantearse si debe seguir siendo el Gobierno de turno quien decida siempre su concesión. A este respecto, debe recordarse que en la Segunda República era precisamente el Tribunal Supremo quien concedía con carácter general los indultos, reservándose al presidente de la República únicamente los casos de extrema gravedad.
Ello permitiría normalizar su concesión ganando en credibilidad y evitándose casos, como el de Gómez de Liaño, indultado por el Gobierno de Aznar, en abierta oposición de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo que lo había condenado, hasta el extremo de resucitarse una Sala de Conflictos Jurisdiccionales formada “ad hoc”, que fue proclive a las tesis gubernamentales, en un episodio realmente bochornoso.
Sin embargo, difícil es, por no decir casi imposible, que el Gobierno renuncie a una prerrogativa que, si bien evitaría estas disfunciones, y que correctamente utilizada sirve también para implementar la política criminal y para otros fines relevantes como, por ejemplo, asegurarse la colaboración de ex miembros de bandas criminales o atenuar conflictos en las relaciones internacionales y, en definitiva, como medio de pacificación y concordia. Hay también quien propone, como mal menor, como hace el magistrado del Supremo Luis Díez Picazo, en su voto particular concurrente con la sentencia citada, “que la ley exigiera la previa autorización parlamentaria para otorgar determinados indultos”.
Sea como fuere, bueno sería revisar la anticuada Ley de Indulto, comenzando por introducir efectivos mecanismos de motivación o justificación en la concesión, como existía antes de su supresión por la Ley 1/1988 y como propugna, con argumentos irreprochables, la citada sentencia del Tribunal Supremo, cuando lo exige para evitar la arbitrariedad, ya que dice que, “todos los actos del Poder Ejecutivo y de la Administración han de ser racionales". Todo menos mantener el oscurantismo vigente, dotándose al procedimiento de una efectiva transparencia.
Ahora los episodios que se avecinan van a ser llamativos ya que, por un lado, tanto el preceptivo informe de las acusaciones públicas no ha sido favorable como también se hacía cuesta arriba que el Tribunal Supremo, que condenó contundentemente a los acusados del procés, informara favorablemente el indulto, por ello lo ha hecho en contra sin paliativos, lo que dejará en manos del Gobierno una decisión a todas luces difícil y controvertida.
De aquí que el indulto, por muy polémico que sea y aunque haga más o menos gracia, sigue teniendo pleno sentido como medida de clemencia, en un moderno estado democrático de derecho como, sin duda, debe ser el nuestro y como sucede en los ordenamientos de los países occidentales a cuyo ámbito pertenecemos.
Una serie de mucha actualidad “Poldark”, ambientada en la Inglaterra Victoriana, en uno de sus capítulos y ya con la soga al cuello, se produce el indulto de dos de los acusados, aparentemente injustamente condenados, después de una vibrante intervención del protagonista a favor de la “otra justicia”, la humana, entre los vítores de los presentes. Dudo mucho que en el caso presente la posible clemencia sea vista con tan buenos ojos.
Incluso, la picaresca social, ha inventado chistes como el de que se indulta a los buenos toros y no a los malos cabestros, lo que indudablemente no contribuye a la citada concordia tan necesaria en estos momentos.