Castilla y León

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Opinión

Madrigal de las Altas Torres

1 julio, 2021 16:16

No me negarán que el nombre no es bello, elegante y rotundo. Madrigal de las Altas Torres, distinguido por su regia e ilustre historia, situado en la comarca abulense de La Moraña. Pronunciar su nombre es obligado cuando se quiere saber, conocer o referirse a la Historia del Reino de Castilla y, como no, a la reina entre las reinas, Isabel I, “la Católica”. El vínculo de tan insigne dama será eterno y postrero, pues nació en esta hermosa y señorial villa el 22 de abril de 1451.


Hija de Isabel de Portugal y Juan II de Castilla. Pertenecía  a la Casa Real de los Trastámara. Su hermano, del primer matrimonio de su padre, fue Alfonso, y sus hermanastros –hijos en segundas nupcias de su padre con María de Aragón- Enrique IV de Castilla, Catalina y Leonor.  Casada con Fernando II de Aragón (19 de octubre de 1469), sería coronada en como reina de Castilla en Segovia (11 de diciembre de 1474). Moriría tempranamente, a la edad de cincuenta y tres años (Medina del Campo. 26 de noviembre de 1504).  Treinta años de fructífero y esplendoroso reinado la acompaña. Su legado a la corona de Castilla y a España es, sin duda alguna, excepcional, casi imposible de relatar.


Los madrigaleños pueden estar orgullosos de su histórica villa por poderosísimas razones. Pocos lugares como éste atesoran tanta riqueza y dan fe de una presencia ten singular y relevante en la Historia de España de manera tan destacada. Testimonios cincelados en piedra y levantados para recordarnos su regio pasado. Es distinta, diferente y exclusiva por la presencia del estilo mudéjar que, aunque utiliza materiales baratos de obtener, consigue con barro, ladrillo, yeso y cantos, construir hermosos edificios y construcciones. La iglesia de San Nicolás de Bari – titulada la “reina de las torres mudéjares”-, con su bellísimo chapitel rematando el campanario, es buena prueba de ello. En su interior fue bautizada la reina católica;  o la de Santa María del Castillo –modesta pero pura en el románico de ladrillo- que atesora en su interior interesantes pinturas murales en el altar mayor y en el presbiterio; o la propia muralla que protege la villa –con cuatro puertas de acceso- y cuyo perímetro es similar al de la muralla de Ávila, llegando a tener ochenta torreones de los que, sin misericordia, el paso del tiempo ha respetado a unas decenas. Todas son buena muestra de este singular arte ejecutado, primero por los árabes bajo dominio cristiano, luego aprendido por los cristianos en tierras reconquistadas y repobladas.


Un palacio real, cuatro iglesias, dos conventos, el real hospital, la muralla, casas solariegas y reales completan un conjunto monumental digno de admiración y elogio merecido. 

El Palacio de Juan II, desde que fuera cedido por el Emperador, Carlos V, a las monjas agustinas, sigue siendo guardado y custodiado por la misma congregación. Allí nació la reina Isabel I y, como ella, es muy castellano, sobrio, austero y serio pero, a la vez, ameno y cálido. Por aquellos pasillos y sencillos patios correteó y jugó la reina de entre las reinas.  Como en ella, signo de sencillez intencionadamente buscada, se encuentra la estancia en la que vino al mundo nuestra soberana, circunstancia premonitoria del carácter de una reina discreta y humilde, pero muy capaz e inteligente. En este palacio también tuvieron lugar importantes acontecimientos políticos, como la celebración de las Cortes de Castilla. Nada más y nada menos. Cuando, con reverencial respeto histórico, uno pisa el suelo de barro de tan insigne edificio, se experimenta una agradable sensación de reencuentro con la nuestras raíces y acervo histórico. Es un sentimiento que te traslada placidez y reencuentro con el pasado, venerable y distinguido, de España como pueblo, como nación y como Reino.


En la plaza del Cristo, frente al palacio, se encuentra el imponente Hospital de la Purísima Concepción. Construido bajo el patrocinio de María de Aragón –segunda esposa de Juan II- fue lugar para dar cobijo y asistencia a pobres y desamparados, enfermos y desdichados. A nivel personal, sin exagerar, proyecta en mí un silencioso agradecimiento, una emoción íntima y trascendente. Es un edificio de dimensiones colosales, cuya fábrica no desentona con la grandeza de su uso y, del que fue un destino tan justo como necesario, tan bienaventurado como misericordioso.


Pasear por sus calles empedradas, detenerse unos instantes a percibir la atmosfera que se respira, que se palpa en el ambiente, es un deleite difícil de explicar con burdas, por torpes, palabras. Es mejor ver, escuchar, tocar, oler, paladear y oír a la historia que se contempla y que, paradójicamente, también te habla y susurra calladamente.  Les recomiendo encarecidamente esta experiencia manifestada por los cinco sentidos.


No quisiera finalizar este grosero repaso a la monumentalidad madrigaleña, por razón de justicia, sin referirme al Convento Agustino de Extramuros. Restos de una grandeza perdida, de una existencia eminente y una presencia aún latente. Su claustro derruido, su planta devastada, fue el lugar en el que murió Fray Luis de León. Es un conjunto que nos quiere seguir recordando, pese a todo, su ilustre historia testimoniada a través de su ruina. Centro de estudios y cátedra universitaria, sitio de acontecimientos políticos de notable relevancia, su construcción fue posible por el empeño de Gaspar de Quiroga, arzobispo de Toledo.


Despedirse de Madrigal, concluida la visita,  es reconciliarse con la Historia de España, del Reino de Castilla y, por descontado, habiendo rendido homenaje a Isabel I, la bien llamada “la Católica”, modelo de virtud y ejemplo cristiano.