En un mundo convulso y bullicioso pocos lugares como la Cartuja de Miraflores ofrecen un remanso de paz y quietud. En un espléndido entorno que la envuelve y acoge invita al silencio, a la reflexión y a la oración. La Comunidad de monjes cartujos que allí se encuentran disfrutan de este regalo de la naturaleza, de Dios, del espacio ideal para sus quehaceres diarios de trabajo y estudio, de imprescindible soledad para cultivar su vida monástica consagrada a la oración, al encuentro íntimo y ascético con el Supremo Hacedor.
El conjunto monumental, monástico a la sazón, es una espléndida muestra de estilo gótico de finales del siglo XV. La iglesia, el retablo, los sepulcros reales, sus hermosas vidrieras y capillas laterales merecen un interés artístico, acompañado del necesario e imprescindible sentido de trascendencia religiosa, espiritual e histórica. Fundada en 1442 por el rey Don Juan II de Castilla y León, es una obra ejecutada por la reina Isabel I la Católica, casi en su totalidad. Levantada sobre los restos de un antiguo palacio de caza, es un canto, un elogio magnífico, al genio y excelente dirección de construcción de Juan de Colonia y su hijo, Simón de Colonia.
Apenas a dos kilómetros de Burgos, ascendiendo sinuosamente, podemos entregarnos a la contemplación y admiración de esta bella Cartuja. Nada defraudará durante la visita, todo es verdaderamente espléndido, bello y cautivador.
Cuando cada día, a las diez de la mañana, sus chirriantes rejas de la puerta son abiertas al público, se inicia la inmersión en la historia y en el arte de la más delicada, cuidada y esmerada factura posible –diría que imposible de alcanzar los mejores resultados posibles en la ejecución de tan preciosa y apreciada manifestación artística-
La puerta que da acceso a la iglesia es sencillamente deliciosa. Un arco conopial a modo de marco alberga un hermoso tímpano. En su interior una imagen de la Compasión. María sostiene entre sus brazos desconsolada, profundamente afligida, a su Hijo, crucificado y ya muerto. En la parte superior aparecen los escudos de las armas reales de Castilla y León y, como no podía ser de otra manera, de su fundador, Juan II de Castilla. A modo de bienvenida, se recuerda el decidido compromiso real con la fe, con María y con Cristo. Es una invitación a la reflexión previa a la visita de su interior, maravilloso y asombroso. La historia y la religión entrelazan sus manos terrenales en un elogio a la unión del hombre con Dios. Dos mundos, uno efímero y solemne, el otro, eterno y trascendente.
El espacio interior es excepcional, admirable y portentoso. El atrio tiene una bóveda de crucería muy esmerada y de fina interpretación. Se aspira, con la natural prudencia, a respetar el estilo de vida y la ascesis cartuja. No me detendré a relatarles mis impresiones sobre el coro de los Hermanos, la sillería renacentista, las vidrieras, traídas de Flandes en 1484, tampoco en las pinturas, el facistol, o imágenes de encantadora presencia. Absolutamente todas merecen ser atendidas con admiración, sin embargo, el objeto de mi especial homenaje es el retablo –quizás el más original que haya contemplado- y, como no, los sepulcros reales de los padres de Isabel, reina de entre las reinas, y su tempranamente fallecido hermano, el infante Alfonso, al que tanto quería y amaba.
El retablo se embellece con una rica policromía, obra de Diego de la Cruz. Un conjunto que a los monjes cartujos, pese al paso de los años, les sigue provocando invitación al ensimismamiento, a la oración personal. El misterio de la Redención es el tema escogido. En el centro, de manera imponente, destaca la gran corona de ángeles que tallan la forma de la Hostia consagrada, situándose en el centro la imagen de Cristo en la Cruz. Describir el detalle es imposible, por ello es mejor visitarlo y saber reconocer las diferentes escenas interpretadas. Sentarse a observarlo es una delicia para la vista, también para el gusto insustancial y el aroma imaginario que proyecta su esencia y existencia.
Mi devoción por la reina Católica, mi permanente homenaje a su excelsa y regia figura, me llevan a saborear, de manera incontestable, los sepulcros reales de sus padres y hermano. No puedo contener una personal emoción de estar ante sus pies. Me conmociona sentir la historia através de la piedra de alabastro finamente trabajada, espléndidamente labrada. Siento un orgullo contenido ante los sepulcros de los reyes y, de manera distinta pero igualmente reverencial, ante el sepulcro del tempranamente malogrado infante Alfonso.
Su estilo, como el del retablo, es gótico. Elegancia, exquisitez, gusto y finura son pocos adjetivos con los que calificar ambos enterramientos. Juan II y su esposa, Isabel, reposan eternamente sobre un conjunto con diseño en forma de ocho puntas. Parece una tarea imposible tallar en piedra de alabastro tanta belleza. Trabajado por todos sus costados aparecen figuras esculpidas con enorme detalle. Me siento empequeñecer ante el magnífico trabajo escultórico de Gil de Siloé. La Virgen de La Leche; las figuras del Antiguo Testamento, las Virtudes teologales y cardinales, la Compasión y, por descontado, el tratamiento de los cuerpos reales son magistrales.
Adosado al muro del Evangelio, es decir, en el lado izquierdo del retablo y del sepulcro de sus padres, está el lugar de postrero reposo del infante Alfonso. Qué minuciosidad y filigrana pétrea, que distinción y primor en el tratamiento del conjunto funerario. No exagero si les digo que me quedo sin palabras.
En La Cartuja de Miraflores pasa el tiempo sin darte cuenta, se suceden las horas abrumado por la maestría de cuanto contemplas y disfrutas. Una atmósfera envolvente de sosiego y plenitud te acompaña durante tu estancia, lamentablemente efímera y fugaz, pasajera y temporal. Uno se siente tranquilo, calmado y profundamente reconfortado ante tanta belleza ejecutada por la mano diestra del hombre, del artista que, lejos de mercantilizar su creación, deja su personal impronta personal para la memoria de las generaciones venideras. Juan y Simón de Colonia, Gil de Siloé, Juan de Flandes, Pedro Berruguete y tantos otros eminentes artistas, desde su pequeñez como seres humanos, han conseguido crear algo grandioso y dotarlo de una eternidad de la que somos deudores.
En clausura, protegidos del mundanal ruido humano, reconfortados por el ruido natural del trino de los pájaros, acompañados del eco de los caños que desaguan, al abrigo de centenarios muros, los cartujos fieles a su regla monástica del” ora et labora”, cantando y faenando, se encuentran consigo mismos y más cerca de Dios. Sin el menor romanticismo le puedo asegurar que siento envidia sana, pero también sé que sus oraciones llegan al Señor por el bien de todos. La visita termina, llega el momento de la despedida, pero no un adiós definitivo. Habrá un nuevo reencuentro con la Cartuja de Miraflores.