Por definición, en las dictaduras nunca pasa nada porque cualquier disidencia es aplastada sin contemplaciones. Es más, en las dictaduras, con el pensamiento único, el adoctrinamiento general y la falta de libertades, incluida la de información, las masas siguen devotamente al líder, como en el caso del coreano Kim Jong-un, aunque el régimen se dedique a gastar el Presupuesto en misiles nucleares en vez de alimentar a la población.
Cuando eventual y esporádicamente surge la protesta, la represión acaba con ella como si jamás hubiese existido. ¿Quién se acuerda, por ejemplo, de las matanzas de Tiananmén, en 1989, cuando todo lo que se habla de China es de sus logros económicos, y de su aspiración al liderazgo mundial? Tal es el éxito de su política de comunicación, que el régimen de Pekín hace olvidar incluso su persecución a las minorías uigures o tibetanas ante el silencio cómplice de los demócratas del mundo entero.
Cada dictadura tiene sus características, claro: la mayoría de ellas basadas en el partido único, la ausencia de elecciones y la privación de las libertades individuales y colecticas de cualquier democracia. Otros, como Venezuela o Nicaragua, aún tratan de mantener las apariencias y, en este último país, deteniendo uno tras otro a los candidatos presidenciales de la oposición.
Estos días hemos tenido la explosión de las protestas en Cuba, rápidamente sofocadas, con un manto de silencio sobre su balance de víctimas y detenidos, como si eso fuese un hecho intrascendente frente a la estabilidad del régimen al que cancillerías y medios de comunicación extranjeros se resisten en denominar dictadura, flirteando con sucedáneos lingüísticos por no afrentar a un Gobierno que ha conseguido que esté en el exilio un 15% de su población.
Ésa, la actitud de las democracias ante las dictaduras, es el quid de la cuestión. Gobiernos, medios de comunicación y opinión pública de los países democráticos son de una extrema sensibilidad ante cualquier acontecimiento protestatario en sus sociedades, por ínfimo que sea, mientras hacen la vista gorda ante las gravísimas vulneraciones de los derechos humanos de los regímenes dictatoriales. Y esa actitud, precisamente, para desgracia de quienes las sufren, es la que contribuye a que parezca más si cabe que en las dictaduras nunca pasa nada.