Tras el paréntesis de Vitigudino, vuelvo a Guijuelo para asistir a la corrida que echa el cierre al ferión del año en curso: el de la resurrección a medias –pero resurrección- frente a la pandemia, catástrofe con la que inevitablemente tenemos que acostumbrarnos a vivir saliendo adelante y sin renunciar a nada, sencillamente adaptándonos a lo que hay.
Menudo cartel: Domingo López Chaves, torero enrazado, Miguel Ángel Perera, triunfador del ciclo del 2019, y Emilio de Justo, diestro forjado en el túnel oscuro de años en paro y por sus grandísimos méritos encaramado a la parte alta del escalafón, ante cuatro toros de El Puerto de San Lorenzo y dos de La Ventana del Puerto (el primero de Perera y el último, el segundo de Emilio de Justo), los seis cuatreños. Corrida rematadísima que ya querrían en no pocas plazas de mayor categoría (aunque demasiado bien se sabe que una cosa es la categoría oficial y otra, con frecuencia muy distinta, la realidad taurina).
Como siempre en las plazas de los pueblos charros, la primera alegría vino de los tendidos y saltaba a la vista: gran entrada. Y también la segunda: ambiente ilusionado y de expectación, o si se prefiere, ambiente festivo y aficionado. El propio de la gente campera, hombres y mujeres de todas las edades que por oficio y tradición familiar se aproximan a aquello que Antonio Miura dijera de Joselito: “parece que lo ha parido una vaca”.
Y en efecto, tal parece.Porque en los tendidos se cruzan conversaciones e intercambian pormenores a propósito de vacas, sementales y reatas, se adelantan caracteres y aventuran posibilidades que crean un clima previo favorable, incitante, simpático y envolvente, diálogos informados y comedidos.
Así las cosas, cuando Malvarrosa, el primero de la tarde, precioso y en puntas, salió de toriles yo ya tenía noticia de la madre y el padre que lo parieron y enseguida levantó murmullos de admiración la calidad de su pitón izquierdo, calidad de inmediato calibrada y exprimida por López Chaves, que aguantó algunos extraños del animal al comienzo para acabar corrigiéndoselos para ayudarlo a sacar su fondo de calidad. Faena aclamada de dos orejas de ley, comienzo triunfal imposible de repetir con Limón, que embestía sin calidad y con arreones y que acabó ejerciendo de marmolillo.
Las dos faenas de Perera resultaron apasionantes, empezadas a pies juntos, desarrolladas con ese trazo larguísimo que definen la personalidad torera del diestro extremeño y rematadas en los terrenos del toro, aguantando lo que no está escrito, ceñido, elegante y con una rotundidad en los toques por abajo que marca las diferencias. Además, Perera se deja los toros, no ya crudos, sino crudísimos en el caballo, lo que le ha valido críticas para mí infundadas. Él quiere y su toreo necesita animales en pujanza ante los que se cruza impasiblemente, hundiendo las zapatillas en la arena. Cómo los echa la muleta, cómo y con qué elegancia se los pasa, hasta dónde los lleva y qué aire los da en la salida, sin perder ni un paso, altivo y con firmeza de encina.
O sea, que a la vuelta de la pandemia Perera ha regresado más Perera todavía. Si solo cortó una oreja fue porque las otras tres las pinchó, pero las pinchó en todo lo alto, sin aliviarse nunca, intransigente hasta el fin en el sentido de la autoexigencia. Hubo un tiempo, no hace tanto, en que un pinchazo en el sitio –como fueron los suyos- no puntuaba en contra del diestro, y si alguien quiere un ejemplo que ese tiempo existió, pues que recuerde aquella tarde de pinchazos superiores de El Viti, maestro de maestros, nada menos que en La Maestranza. Muy por encima de sus dos toros, ambos nobles, pero apagándose, Perera se mostró poderosísimo.
Y si Perera estuvo en más Perera, pues Emilio de Justo estuvo en Emilio de Justo, o sea, prodigioso con la muleta, aparte de que le tocara la lotería con Lituanillo, cuatreño de La Ventana, negro bragado, equilibrado de peso y con hechuras, ya aplaudido de salida y clamorosamente ovacionado cuando volvió a corrales, torazo de vacas de esos que, por bravos, nobles, codiciosos y exigentes descubren a los toreros sin recursos en cuyo camino se cruzan y encumbran a los toreros con alma y recursos, primero para aguantarlos y después para crecerse, como fue el caso, fundidos ambos, torero y toro, en una faena inolvidable. Lituanillo, además, fue el único astado que recibió dos puyazos, y dos puyazos de los que hacen daño, traseros y trapisondistas, en los que lógicamente no se entregó, porque ese tipo de varas no sirve para probar la bravura. Qué transmisión tan espectacular en cada embestida, que joya de semental.
La Feria de Guijuelo no cesa de crecer.