El catedrático bejarano nos regala con su pluma una narrativa emotiva de lo acaecido ayer en su Béjar natal. Deliciosa y oportuna, donde no podía faltar su Virgen del Castañar, que “presidió” el festejo.
Expectación en Béjar ante la gran cita taurina de la corrida de la Virgen del Castañar, cuya imagen presidió el festejo desde el tendido que lleva su nombre, acartelados en ella con los murubes de la familia Capea, bajo el hierro de Carmen Lorenzo, que mandó un encierro gozosamente encastado y de bellísima estampa, Manuel Díaz “El Cordobés”, torero popular entre los populares, el malagueño Javier Conde, diestro de corte artístico, lo que quiere decir que sus tardes son de contrastes, y Pedro Gutiérrez Lorenzo “el Capea”, muy querido en la ciudad.
Entradón y ambiente tomado por la alegría en La Ancianita. Ganas de toros, muchas ganas de toros, en culto festivo a la Virgen. Qué gran puesta en escena y con la temperatura justa, sin calores ni viento.
Los pesimistas suelen repetir eso “tarde de expectación, tarde decepción”, dicho agorero que valió, por ejemplo, para la de Morante de la Puebla con los astados de Prieto de la Cal en El Puerto de Santa María, plaza que a mí siempre me trae muy gratos recuerdos en clave albertiana, pero por fortuna no para ésta, que transcurrió de olé en olé, rotundamente triunfal y clamorosamente lograda, con los murubes de los Capea brindando un juego extraordinario y con los toreros mostrando una disposición admirable, cada cual desde su personalidad, porque atesoran tres tauromaquias nítidamente diferenciadas: atemperada en el cordobesismo la actual de El Cordobés, con lo cual a mi juicio sale ganando, basada en destellos brillantísimos la de Conde y en plenitud la Pedro Gutiérrez Lorenzo, El Capea, hondo, decidido, variado, con seguridad en los toques y dominio de los registros fundamentales, o sea, completísima.
Qué maravilla los murubes de los Capea, un encaste propio ya definido con nitidez, así en hechuras como en propiedades. Los seis -los seis, se dice pronto- nobles, con fijeza, derrochando clase y encastados hasta decir basta, porque dos de ellos, algo tocados de fuerzas, lejos de venirse abajo conforme avanzaba su lidia se fueron arriba y acabaron en alas de la codicia. Los seis claros, los seis colocando la cara y tres, sí: tres, haciendo el avión: Obrador, el primero de El Cordobés, quizás algo falto de recorrido, pero que se empleó a fondo en el caballo y lució un pitón derecho extraordinario; “Africano”, el primero de Capea, un torazo, el más grande del encierro, que empujó y apretó en la suerte de varas, con el varilarguero aplicándole una puya larga, precisa y sin rectificar, que a mi juicio mereció la vuelta al ruedo que finalmente se dio al último en justo reconocimiento al conjunto; y “Limeño”, el segundo de Conde. No sé, pero a mí se me escapan las sinrazones de las figuras para no disputárselos y comprendo perfectamente las razones de los mejores rejoneadores para exigirlos. Para mí y de largo, el sexteto más completo y homogéneo de la temporada.
El Cordobés está tocado por la varita mágica de la capacidad de identificación con los tendidos, a los que llega pronto y con facilidad portentosa. Además, como señalé antes, con el paso de los años se ha atemperado y, al margen de tremendismos, resolvió una serie de manoletinas a “Obrador” con dos pases de pecho antológicos y aplicó un estoconazo de libro a “Botinero”, el cuarto de la tarde, quizás picado en exceso. Cortó tres orejas y se metió a la afición, no el bolsillo, como desafortunadamente suele decirse, sino en el corazón. Me da la sensación (y deseo) que la relación de El Cordobés con Béjar va para largo.
A estas alturas de su carrera, carrera con luces que perviven en la memoria feliz del toreo (a mi lado, Javier Sánchez Arjona recordaba faenas suyas de ensueño, reconocimiento compartido por Paco Salamanca, veterinario taurino de pro) y sombras pasajeras, a Javier Conde hay que saber esperarlo, se ha ganado ese derecho. Y sintiendo el torero que se lo esperaba, cogió confianza y entonces llegaron algunos muletazos en filigrana e instantes estelares. Con qué armonía compuso la figura y se encontró consigo mismo en las embestidas francas de “Limeño”, en un quite por delicias a “Bondadoso”, que metía la cara por ambos pitones, en dos cambios de mano y en varios derechazos inesperados. La plaza lo acompañó con paciencia y sin impaciencias fuera de sentido. ¿Qué pasó alguna fatiguita? Pues claro, pero ¿y qué? Los que fuimos a verle torear -prácticamente todos- lo vimos torear, naturalmente a ráfagas, y así lo disfrutamos.
Por su parte, El Capea está tremendo. A “Africano” (menos mal que no estaba por medio la tontuna de la alcaldesa de Gijón), recibido con dos largas cambiadas de rodillas, se lo dejó crudo en el caballo y pudo con él, y al que cerraba la tarde lo toreó a placer, con dominio y colocación, midiéndolo y fundidos ambos, la muleta al hocico y el recorrido inmenso. En fin, tras unas chicuelinas ajustadísimas, desplegó una faena completísima, con carbón en los desplantes, asolerada en los derechazos, remansada en los naturales y con un pase de pecho inolvidable. Colocación, sitio, gusto, identificación con el toro, capacidad para sentir el toreo y hacerlo sentir. Como diría Rafael Alberti, “hace falta estar ciego para no verlo”, aunque ya se sabe que los ciegos más ciegos son los que no quieren ver. De ley, esto es, sin regalos, cortó cuatro orejas. En Béjar no se habla de otra cosa y la verdad es que tenemos conversación para largo. Y que no se me olvide: muy bien su cuadrilla, con su tercero, Antonio Carmonilla obrando el milagro de un quite providencial a un banderillero de Conde, porque se llevó a “Bondadoso” a un tris de cornearlo.
Tarde de toros y de toreros y éxito sobresaliente, desde la sala de máquinas, de José Ignacio Cascón, taurino que va por derecho, con buen ojo y al que el trabajo le cunde. Tarde, en suma, de plenitud.