Asomarte cada día al balcón de la vida da mucho juego a las personas observadoras, pues te permite descubrir facetas del mundo que, en muchas ocasiones, pasan desapercibidas. Efectivamente, las hojas de mi balcón se han abierto al mundo de la mano de las redes sociales y me he encontrado con unas declaraciones que no hace muchos días hizo Arturo Pérez Reverte en el programa El Hormiguero a propósito de la figura del presidente del gobierno. El presentador le hacía una pregunta directa sobre cómo veía al señor Sánchez, retomando unas declaraciones anteriores sobre este personaje. Su contestación fue contundente: "es un personaje interesantísimo", matizando que se trataba del interés de un novelista o un observador de la vida. Seguidamente enumeró una serie de atributos coincidentes con los personajes maquiavélicos de la Florencia del Renacimiento: "Es un hombre valiente, sin escrúpulos, malo, chulo, ambicioso, arrogante y cínico". ¡Ahí es nada! Incluso llegó a decir que es un "pistolero" que los va a matar a todos, incluso a los que "mataban" en su nombre. Añadiendo que el propio rey sería objeto de su caza en el momento en el que no le necesite.
Debo confesarles que para mí fueron unas declaraciones impactantes. Probablemente porque uno ha pasado por la política y nunca pensé que me pudieran definir de esa manera. Por eso la reflexión inmediata se centra en la siguiente pregunta: ¿cuáles son, o deben ser, los atributos del buen gobernante? Sinceramente pienso que de los anteriormente expuestos, excepto la valentía y la ambición bien entendida, ninguno de ellos es compartido por mí. El ser chulo, arrogante, malo, cínico y sin escrúpulos o mentiroso no añaden nada a la categoría de un político, todo lo contrario. Serán atributos de un interesantísimo personaje de novela conspirando entre el austero Savonarola y el esplendor de la corte de Los Médici en la Florencia del siglo XVI, pero no de un gobernante del siglo XXI. Cualquier ciudadano, amante de la literatura, disfrutaría leyendo una novela en la que el gobernante de una "ínsula" imaginaria plantara sus reales con arrogancia chulesca, manteniendo una actitud cínica frente a sus adversarios, mintiendo a los que le adulan y le desechan, actuando sin escrúpulos en sus decisiones y siendo, en definitiva, malo. Pero cuando de lo que estamos hablando es de convivencia, paz, trabajo, desarrollo personal y social, las virtudes que se piden a un gobernante son otras. Queremos, sí, valentía en la toma de decisiones, ambición en sus proyectos, pero también queremos sinceridad en sus propuestas, que sea escrupuloso en sus comportamientos, cercanía para compartir las alegrías y las penas, sencillez de vida, austeridad en el gasto y generosidad para con el necesitado, transparente en su comportamiento y un sin fin de cualidades, ninguna coincidente con el "personaje interesante" del mundo florentino del Renacimiento.
Lo preocupante no solo es si nuestros gobernantes tienen unos u otros atributos, lo preocupante es que los ciudadanos no seamos críticos y exigentes con nuestros mandatarios. Solemos protestar ante una decisión por estar más o menos cercana a nuestros intereses personales; hacemos magnas manifestaciones cuando nos tocan la cartera, nuestro trabajo o nuestras necesidades personales, familiares o tribales; pero damos por hecho que nos mienten, que nunca dicen toda la verdad. Nos hemos acomodado y solo manifestamos nuestra tolerancia o nuestra intolerancia según de dónde vengan las propuestas. Si vienen de los míos las tolero, aguanto e incluso aplaudo, aunque eso lleve consigo que te roben la cartera. Si vienen de los otros, de los que no son los míos, nos manifestamos intolerantes aunque caigamos en la absurdez de rechazar propuestas beneficiosas. Tanto consentir, admitir o hasta justificar comportamientos políticos condenables, nos hemos desnortado. Hemos perdido los criterios morales que definen a un gobernante como bueno. Y la bondad y maldad de los actos de un político están en los mismos actos, no en su ideología.