Llevo mucho tiempo presenciando desde mi balcón, día a día, año a año, la figura encorvada, lenta, agotada, de un hombre mayor, anciano, que apoyado en un carro de niño hoy, ayer en un viejo tacataca de otro superviviente de la nada, antes en un carro de la compra, recorre la ciudad, papelera tras papelera, contenedor tras contenedor, recogiendo tesoros de miseria.
El paso del tiempo le ha ido haciendo cada vez más lento en su caminar, cadencioso en su movimiento y tan pesado el movimiento de sus pies que ya no anda, arrastra la vida. Lleva en su compañero de fatigas, en el que se apoya, la carga de lo que va encontrando abandonado por los demás y que él rescata a una nueva existencia de penuria.
Cuando hay silencio en la calle y nadie interrumpe su caminar, se le oye arrastrar sus zapatillas de manera cadenciosa y hacer los altos en el camino para cumplir la misión de volver a la vida aquello que ya ha sido condenado al abandono. No hay día que no cumpla su misión. No hay domingos ni festivos para él que le permitan dar una tregua a su trabajo. Todos los días son buenos para que una mirada a los contenedores permita proclamar, mediante un rescate, que un viejo paraguas, un trozo de plástico, una camisa, unos zapatos, un frasco, una lámpara, una caja de música, un sinfín de no se sabe qué, son indultadas de la muerte definitiva.
Su existencia se le hace muy pesada y los años se van subiendo a su espalda. Cada día se va pegando más y más a la tierra y su figura se inclina hacia ella. Pero el empeño por ser defensor de lo abandonado, indultor de la indigencia y abogado de las causas perdidas, no le deja quedarse en su refugio. Necesita salir de él y recorrer la ciudad, muy despacio, para cumplir con la misión que se ha impuesto y que la sociedad no entiende.
Su mirada es perdida, pero muy serena. No habla con nadie (¡para qué dar explicaciones!, nadie le entendería!). Casi ni mira a la gente que se cruza con él y que vuelve su cabeza para hacer un consabido comentario. No le interesamos porque estamos en otro mundo. Él sigue un camino. De vez en cuando hace un alto y se sienta porque ya la vida le pesa demasiado.
Si te detienes a observar su cara, tiene un rictus permanente de una risueña complacencia. Placidez, sosiego, tranquilidad, calma, dulzura, serenidad; estos son los sustantivos con los que se pueden describir este rostro que, sobre todo, expresa el compromiso de su vida por lo abandonado, lo desterrado, lo arrojado. Un compromiso con la misma condición del hombre. No sé si es un ejemplo a seguir, supongo que no, pero sí un medio para pensar el sentido de nuestra existencia. Él ha encontrado ese sentido de la suya. Es un "superman" de lo despreciado, el héroe de lo olvidado.
Al final de la tarde, cuando las luces empiezan a encenderse en las farolas de la calle, se le ve regresar de su trabajo. Lento, muy lento, arrastrando su vida vuelve a su refugio. Viene más despacio que esta mañana y su rostro, con la misma placidez, revela la satisfacción de la misión cumplida y, de vez en cuando, un pequeño gesto de dolor rompe la serenidad de su
Cualquier día, sin previo aviso, en silencio, su vida se apagará para siempre y la ciudad, los contenedores y papeleras, se quedarán sin la visita diaria de ese anónimo personaje que levantaba la tapa todos los días permitiendo entrar un rayo de luz en su oscura estancia y daba la esperanza de un fallido indulto para aquellos objetos desahuciados que en ellos se encontraban. La vida continuará y nadie, casi nadie, echará en falta al defensor de lo más despreciado: la basura.