Efectivamente Descartes tenía razón. Las apariencias engañan. Al asomarme hoy a la atalaya de mi balcón, me ha surgido la duda. Realmente las cosas son como aparecen o, como diría el filósofo, ¿habrá algún geniecillo maligno que quiera engañarme y confundirme? Responder tácitamente a esta cuestión parece, por mi parte, excesivamente arrogante, porque cualquier respuesta, sí o no, dejaría abierta la puerta a un sinfín de interrogantes que me situaría en el punto de partida: la duda.
Me reconforta saber que seguir la máxima cartesiana no solo me hace dudar, sino que, también existir porque estoy pensando. No voy a entrar en si la trayectoria lógica del razonamiento del filósofo es la adecuada, si las conclusiones son las acertadas, o si, como algunos han apuntado, se salta algún paso en este devenir de la razón que le hace sobrepasar con creces los umbrales de lo racional. Lo cierto es que al mirar las múltiples trayectorias vitales de los que nos rodean, al percibir la realidad animada e inerte, al examinar las verbalizaciones de la existencia manifestada en opiniones y sentencias, no me queda más remedio que encallar mi mente en la duda. ¿Las cosas son como aparecen? Si es así, me decepcionan un sinfín de apariciones de la gente que con tal de ser o estar por encima de los demás, con tal de "aparecer" o "aparentar", son capaces de engañar a su propio ser dejando lucir una falsa existencia. Si el aparecer es distinto del ser, ¿por qué tal engaño? No me queda más remedio que sentenciar esta actitud como un fraude de vida. Si quieres aparecer o aparentar lo que no eres, será porque no te llena tu ser, no estás contento con él, te avergüenzas de él. Piensa que el único responsable de que tu ser no esté de acuerdo con tu aparecer, eres tú. Hacer coincidir ambos, apariencia y ser, es signo de valentía de existencia y coherencia de vida y manifestarse distinto a como se es, lo único que hace es dejarse caer en las fauces del engaño
Esta es una de las grandes cuestiones que se me presentan: si alguna vez me he sentido engañado, ¿podría ser que realmente siempre nos estemos engañando? Esta cuestión nuevamente cartesiana podría extenderse mucho más allá y poner en solfa todo, incluso cuando aparece cierta coherencia entre el ser y el aparecer. Un estado de duda continuo que se hace bucle de existencia. Innumerables interrogantes que pueden devorarnos como monstruo mitológico. Nos comemos a nosotros mismos en la envolvente duda.
A este estado continuo de duda (o desconfianza) contribuye, de una manera especial, el estado general de la sociedad. Nada es lo que parece y donde quieras que miras encontrarás contradicciones, desengaños. Se da en el hombre, en las organizaciones, en la sociedad y, por lo tanto, en la política. En esta última de una manera especial, entre otras razones puramente estratégicas, porque los propios políticos están instalados en la propia apariencia y cuando pretendes entrar en la trastienda de su vida y su gestión donde el ser se encuentra en estado puro, encuentras la nada, el vacío.
Es cierto que los engaños, las traiciones, los desengaños, nos despiertan hacia una desconfianza de la existencia, a un estado de duda ante el ser del hombre, sin embargo, nuestra mente, razón abierta a las posibilidades del ser, no debe aferrarse a ella cuan demonio maligno que nos atenaza en una depresión existencial. Nos levantamos, vivimos y, en la duda, encontramos la fuerza y hasta el camino de la razón. Duda, pero no te instales en ella. Busca, pregunta, interroga a la razón y te permitirá dar un salto a la verdad. Claro está que muchas veces, cuando sobrevuelas hacia ese estado en el que la ignorancia se supera, la creencia se sobrepasa y la certeza parece que te da estabilidad, de nuevo surge la duda. Y te preguntas, ¿realmente habrá un geniecillo maligno que nos quiere estar tomando el pelo? Sigámonos preguntando, interpelando, interrogándonos porque seguramente descubriremos una verdad: que el geniecillo maligno somos nosotros mismos.