Nadie ha hecho más daño a los políticos, en general, y a sí mismo, en particular, que Pablo Iglesias, al afirmar en un mitin que “yo ya no soy político, puedo decir la verdad”.
¿Qué ha querido decir? ¿Que todo lo manifestado por él en los últimos años era mentira? ¿Que todos los políticos mienten siempre de forma sistemática?
Haya querido decir lo que haya querido decir, lo dicho queda: la verdad y la política, para él, son incompatibles. Menuda responsabilidad, pues, la suya al ir endilgando mentiras a sus conciudadanos, prometiéndoles lo que sabía que ni podía ni iba a cumplir.
Lo suyo es menos pintoresco que la anécdota del dirigente nacional de un partido de visita en un pueblo para arengar a las masas. “Y haré construir un puente para cruzar el río”, dijo, llevado del entusiasmo y la verborrea. Entonces, el cacique local de su partido le musitó por lo bajo, angustiado: “Oiga, que aquí no hay río”. Sin inmutarse, el dirigente añadió: “Y antes, claro, os haré llegar el río”. Nunca, jamás, llegó a haber río en ese pueblo y, por supuesto, tampoco el innecesario puente para cruzarlo.
La anécdota, digo, es chusca, pero ha sido superada por el ex líder podemita, al reconocer que se ha pasado los años prometiendo, en su caso, alcanzar el cielo a base de mentiras.
Claro que si repasamos las hemerotecas no puede extrañarnos, porque prácticamente no hay promesa que no haya sido incumplida por los políticos al llegar al poder. En algún caso, como el de Pedro Sánchez, ha llegado incluso a ser justificado por una ministra al reconocer que una cosa es lo que decía siendo miembro de la oposición y otra muy distinta al ser Presidente del Gobierno.
Por eso, claro, porque conocen el percal, el insulto que más se prodigan los políticos unos a otros, tanto da que estén en el Gobierno como en la oposición, es el de mentiroso: “Miente más que habla”, “Jamás ha saludo una verdad de su boca” y así sucesivamente.
Pero lo peor no es eso, sino que los ciudadanos nos hemos acostumbrado ya al engaño y no nos escandalizamos de nada ni pedimos responsabilidades cuando los políticos no cumplen sus promesas. Si eso no es, simple y llanamente, un mayúsculo deterioro de la democracia, ya me dirán cómo hemos de llamarlo.