Ayer falleció el periodista Juan Pablo Colmenarejo de un infarto cerebral en Madrid. La radio es, de todos los medios, el que más se parece a una tertulia de bar entre cercanos. La ausencia de imágenes y letras alivia un poco el ardor mental de esa omnipresencia de información, imágenes y Benidorm Fest a la que estamos sometidos día y noche.
A Juan Pablo Colmenarejo lo conocí yo de la misma forma que el taxista a punto de jubilarse tras 30 años de carreras en Albacete, el carnicero que prepara cada mañana bandejas de carne picada en Béjar o la mujer que al finalizar su jornada laboral llegaba a casa y encendía La Linterna, hasta que la cadena de los obispos decidió prescindir de él y se fue a Onda Madrid.
El último tuit de Colmenarejo es un clip de vídeo desde esta emisora hablando de la crisis del PP. Con esa voz única que se les pone a esos periodistas de radio que de tantos madrugones y sumarios, de tanto periodismo de provincias, cuaderno con tachones y reuniones a esas horas donde sólo queda ya una luz encendida en la emisora, el timbre se les vuelve como de un ronco largo.
El vídeo se repetía en bucle. El de Colmenarejo sonaba al eco de una voz que, una vez lanzada, ya sólo existe en la nada.
Y eso último que dijo, sobre la crisis del PP, era lo que consideró más importante entonces. Y ahora ya no lo es. Y de esto va la cosa. De lo que es y ya no.
Tenía 54 años. Ocho años más que yo. La edad de un hijo pequeño. Un noviazgo largo. Los primeros ocho años de hipoteca. Un Reserva de buen vino. Los años que tiene un coche aparcado en la calle. Los de un álbum de fotos emborrachado de comienzos. De tiempo para casi nada.
Hablaba en su última columna en ABC de "los cuchillos y los celos" del PP con todo el lío que han montado Casado y Egea. Y en su imaginación soñaba despierto con que Pedro Sánchez había "pisado la lona" el pasado 4 de mayo tras la victoria de Ayuso en las elecciones a la presidencia de la Comunidad de Madrid. A Juan Pablo se le leía tan fácil como se lo escuchaba.
Al tiempo que ocurría llegaba yo a casa con paso militar, las medias retorcidas y los tacones pelados de ir siempre un paso por detrás de mí misma. Buscando las llaves en ese pozo sin fondo, radiografía de uno mismo, que es un bolso. Organizando en mi cabeza el resto de noticias y llamadas que habrían de ir después de la mañana.
Porque en la vida real, lo urgente y lo importante conducen juntos la misma locomotora. Y si te paras a diferenciar entre ambos, te arrolla. En la vida real no existen diferencias entre lo urgente y lo importante mientras repasas el inglés de cuarto de primaria con tu hija al tiempo que se fríen unas patatas para la cena y terminas de enviar un reportaje desde un portátil lleno de migas de pan.
De ésas que se cuelan entre las ranuras del teclado cualquier tarde en la que te gana la partida la sencillez de un niño y mientras trabajas lo sientas en tus rodillas a la hora de la merienda. Esas migas están ahí para recordarte de qué va esto de la Vida.
Y entre el frenesí desorganizado de esos días apretados que son todos los días, como maletas de ida cerradas a presión y llenas de cosas sin nombre, sin orden, sin sentido; la muerte del otro se convierte en aviso intentando que llegues a tiempo de entenderlo todo. Y dejas de oír el jaleo de la calle por la que pasa la gente, ajena a todo, porque la vida no se ha parado un segundo para nadie.
El momento en el que buscabas las llaves, el momento en que alguien tiraba la bolsa de la basura a un contenedor, el momento en el que un padre enseñaba a un hijo el mapa por comunidades autónomas para el examen del día siguiente, y justo cuando el chino de la tienda de abajo salía a la entrada de su local a fumarse un cigarro. Cuando todo eso ocurría, Juan Pablo Colmenarejo dejaba en blanco el programa de hoy y el de mañana en Onda Madrid.
Y mientras leí cómo lo anunciaba en Twitter Luis Jaramillo, director de Cope en Castilla y León, amigo de sus amigos que siempre está buscando su Camino, por alguna extraña razón se impuso el sonido del segundero del reloj que cuelga de la pared de la habitación desde donde escribo.
Ese sonido que nunca antes había estado ahí. El sonido que trajo Colmenarejo cuando se fue. Como un metrónomo que marca el compás de la vida. Preciso e inapelable.
Levanto la cabeza del ordenador y veo en el corcho de la pared donde mis hijas clavan sus fotos y horarios de clase, una en la que la menor tendría cinco meses. Y me quedo mirándola. Como si tampoco hubiera estado nunca antes ahí.
Juan Pablo Colmenarejo se va señalándome una foto. Como un despertar que ahogamos en prisas de nuevo, cada día. Un aviso de ojos marrones y desnudos encima de la colcha de una cama que me recuerden lo importantes que son las diminutas migas de pan que aún quedan entre el teclado desde el cual hoy le escribo.