Ahora Internet nos permite vivir las guerras en directo, desde casa, mientras escribes no sé qué de la inflación y apuntas mermelada en la lista de la compra. Pero cuando el dolor ajeno nos distrae de nuestras obligaciones y ausencias, nos acercamos un poco más al otro. Aún tan lejos.
Mariúpol tiene un nombre bonito. Como de ciudad con faldas y sitios donde tomar un té caliente. Suena a sonrisa alargada como una rodaja de sandía. A la nieve rodeando casas con chimenea, a un violín y a la carne entendiendo de lo suyo cuando los niños, por fin, duermen. Luego llega la guerra con su muerte estúpida y tras los gritos, el silencio.
A los muertos ya los entierran en fosas comunes, envueltos en bolsas de plástico. Bolsas llenas de hombres que ayer iban a trabajar o tomaban una cerveza con sus amigos, que le compraban un libro a su novia o pedían un préstamo al banco para abrir su propio negocio. Mujeres que no han llegado a tiempo para apartar a sus hijos de una ventana por la que se ha colado la muerte. Niños que no han podido hacerse hombres. Su olvido comienza hoy, como hemos olvidado ya Bosnia, Kosovo o Siria.
Es la victoria de quien sabe por adelantado que la opción de una tercera guerra mundial no está en las agendas de aquellos que no tienen al tirano dentro. Y puestos a contar muertos, hay que asumir el número de ellos inevitable. Así que la guerra se traslada, en este otro lado, a ver quién aguanta más económicamente durante el bloqueo.
Y mientras esperamos todo eso con la calculadora en la mano, van cayendo quienes con el tiempo pasarán de nuestro llanto a nuestro olvido. Las víctimas insalvables que se escondieron en el lugar equivocado intentando ser más rápidas que las bombas. Las que no llegaron a tiempo de coger un tren camino de Cracovia. Polonia es siempre un tren en el que van y vienen almas que no entienden nada. Ayer camino de la muerte, hoy camino de la vida.
Escribía el otro día Ana Palacio, la exministra de Asuntos Exteriores, que Putin no tiene nada de loco, que calcula perfectamente lo que hace. Ha aprovechado el momento de un Occidente débil y golpeado por la pandemia. El presidente ruso nos considera débiles y decadentes, sin haber hecho mucho, dice Palacio, por merecer una consideración mayor. La libertad era eso por lo que enviar tropas sólo tras el martirio del inocente. Nunca antes. Una Europa que estaba cada vez más desunida mientras se distraía con Netflix.
Y cuando las guerras no están demasiado cerca, son menos guerras. Por eso siempre llegamos tarde. Para todos aquellos que ya no están, no llegaremos nunca.