La mayoría de los europarlamentarios, como sus homólogos de los distintos parlamentos europeos, consideran a Vox situado extramuros de las convenciones democráticas y practican respecto a él el aislamiento político. Así se ha visto incluso en la reacción del Presidente del Partido Popular europeo, Donald Tusk, al hablar de “claudicación”, refiriéndose al acuerdo de Gobierno de coalición en Castilla y León.
Claro que Tusk tiene intereses electorales en Polonia y sus declaraciones le servían para posicionarse en sus aspiraciones personales, con lo que el único revuelo real se ha producido en el PP español, que ha visto en la intervención de Pablo Casado que dio pie a la frase de Tusk una traición al nuevo líder, Núñez Feijóo. O sea, que un asunto doméstico español ha vuelto a ser cosa nuestra y ha dejado bastante fríos a los europeos.
Es que el argumento de que la extrema derecha —sea eso lo que sea— no ha entrado nunca en ningún Gobierno del continente no es verdad: lo ha estado en el Gabinete italiano, con Matteo Salvini, y forma Gobierno en Hungría con Viktor Orbán, ambos aliados del partido de Santiago Abascal.
Eso no quiere decir otra cosa que regímenes como los de Hungría y Polonia hoy no son bienquistos en la Unión Europea y sus políticas nacionales han sido merecedoras de sanciones. O sea, que Vox no está bien visto, pero que no es el único que tiene problemas, ya que sus programas en inmigración, defensa del Estado o normas sobre aborto o eutanasia, por ejemplo, no difieren de las de los Gobiernos sancionados.
La paradoja es que las aberraciones que se atribuyen a la nueva derecha radical a la hora de la verdad no son tales, como acaba de ponerse de manifiesto en la masiva y generosa acogida de la Polonia de Mateusz Morawiecki a los refugiados que huyen de la invasión de Ucrania y que desmiente la xenofobia y antiinmigración que se imputan a los partidos situados en el espacio político de Vox.