Hablaba el otro día con un histórico sindicalista, de los de cuando Fidalgo, y me decía muy sereno y muy contundente que él sí sabía por qué camino iba. Y que seguía pensando lo mismo cincuenta años después. Ese tipo de afirmaciones que parece lo revisten a uno de una dignidad solemne, como de ceremonia.

De aquella España de Cinzano, de veranos con botes de Nivea, de cuando Marcelino Camacho y Serrat, ya sólo nos queda la eterna Mediterráneo. Poco a poco han ido cayendo, inevitablemente y de forma natural, los muros que pretendían colectivizar al ser humano.

Y en el engaño consciente que supone la búsqueda de la libertad, como si fuera posible, dudamos entre si se acerca más a la individualidad, a lo que uno es, o si a ser juntamente con el otro.

Le hicimos, además, ir de la mano con la igualdad, y no lo somos. A uno le gusta Serrat y a otro más darle al Cinzano. En eso consiste la libertad.

Aquellas teorías de la colectivización fueron cayendo frente al triunfo de la minifalda, la píldora del día después y la posibilidad de salir a la calle sin que lo corrieran a uno a porrazos. Luego llegó lo demás. 

Así que ser igual, ser el mismo 'yo' cincuenta años después, a mí siempre me ha parecido un poco tramposo. Como si el error no hubiera estado nunca ahí a lo largo de tu vida para quitarte la venda de la soberbia y la ignorancia.

No se puede ser el mismo de siempre después de oler por primera vez el aroma de tu hijo recién nacido, o tras perder un padre, o después de descubrir ese Día Perfecto de Lou Reed. La canción que encierra la sencillez de lo que somos y que nos recuerda que se nos ha olvidado simplemente ser, en esta sociedad líquida que decía Zygmunt Bauman. 

Por las ideas andan las cosas así de revueltas. Por los programas, las pancartas, las banderas y el resto. Todas las cosas que nos dijeron lo importante que eran, cuando lo que queríamos era ir al cine de vez en cuando y cambiar la corbata de a diario por las cañas y el fútbol los domingos. 

Pero de tan individualistas, de tanta libertad por y para uno mismo, nos hemos vuelto un poco líquidos, dice Bauman, y el amor se nos rompe sin remedio al primer titubeo.

Es la deriva de la incertidumbre en la que vivimos, sin saber a qué agarrarnos, sin estructuras sólidas a las que volver para encontrarnos. Hasta que escuchas, de nuevo, una canción de cuando creías saber hacia dónde ibas. Sabiendo, ahora, que todos tus errores son el origen de cuanto eres. De todas las individualidades con las que repartiste justicia sólo para ti mismo.

Así que ahí estamos. Quizá la crisis social en la que nos encontramos sea precisamente la suma de todas las crisis individuales. Y así nos llevan, de un extremo al otro, sin tiempo para pensar si lo único que verdaderamente queríamos era la perfección de la cotidianidad junto a alguien que nos haga sentir que, a pesar de todo, somos buenos.