Con el tiempo va uno como dando menos espacio al gesto, al ímpetu y la vehemencia. Las pasiones se esconden, quizá ya cansadas, escarmentadas o aprendidas, y queda desnuda e indefensa esa razón de antes, la de ayer, que hoy ya no lo es tanto.
Te atreves a escribir menos y a leer y a callar más. Van creciendo esas hojas que ven el resto del árbol desde arriba, casi como ajeno a ellas. Quizá porque son las que están más cerca del cielo y comienzan a comprenderlo todo mejor.
Ahora que ya vamos viendo que estamos dejando marchar o marchitar una era, como quien dice adiós a un amor y jamás se vuelve para mirar, yo qué sé, por si acaso, por si se da la vuelta, por si te habías equivocado, por verlo por última vez; nos damos cuenta de que, probablemente, siempre ha sido así.
Dice Loquillo, que es al rock and roll lo que una borrachera a una botella, que el siglo XX murió con la pandemia. El siglo XX murió cuando ya no supimos qué hacer con él. Se fue desfigurando como las mujeres en los cuadros de Picasso, que tuvo que explicarnos de qué iba eso del cubismo cuando nadie más lo entendía.
Aprovechó el movilizador de masas de turno para cambiarnos la honestidad del chiste macarra por la retrógrada ofensa constante, única vía para expiar el nuevo pecado, que es el de simplemente ser. Antes queríamos ser a través del pecado y pasábamos de Salinas a Bukowski, de la sumisión a la desobediencia, de la amistad a la deslealtad, sin saber muy bien qué era lo correcto, que solía ser lo más aburrido.
Pero nos desbordó aquella libertad maravillosa. Sin embargo, en ocasiones, cuando uno recupera el paso lento y la mirada algo más serena, como de resaca, descubre que el wokismo aún no ha podido alterarlo todo a su capricho delirante, así que las cosas siguen un poco siendo lo mismo.
Son las mismas calles llenas de ruido de vida, los mismos niños agarrados de las mismas manos; los mismos amantes haciendo como que se escuchan, mientras toman una cerveza, sin atreverse a decirse que todo ese intermedio entre lo vital y lo accesorio es sólo la antesala de lo que de verdad les importa, que es llegar a casa con la impaciencia de verse solos, desnudos, al fin, cuando el yo se hace nosotros. Y corregir así, en esa unión perfecta, los errores de nuestra moral, como decía Ortega.
Pero andamos despistados, como queriendo convencernos de que pensamos lo mismo que el otro, pensando libres en silencio y hablando cobardes en público. Es la manera de creer que no tendremos que enfrentarnos a un sólo enemigo. Tampoco a una sola verdad.
Toda esta autocensura me recuerda un poco a cuando nos decían aquello de que una señorita esto o lo otro. Aquellos modales de antaño, de cuando Loquillo y la movida. Entonces enseñar el culo estaba bien para los de la movida y mal para los de si esto o lo otro en una señorita. Hasta que Sabrina rompió el molde e hizo como que se le salía una teta aquella nochevieja. Y abrió la veda a las tetas y a los culos más que lo que lo hizo Interviú. Porque la revista de los desnudos seguía siendo un poco lo transgresor, y la televisión eso familiar frente a lo que se reunían la abuela, el padre de la FASA, la madre de falda hasta por debajo de la rodilla y el niño con acné que soñó después durante meses con aquella maravilla carnal de la italiana bizca. La televisión ha sido el gran educador del mundo.
Y con este lío que se traen con la nueva inquisición y destrozarlo todo para volverlo a erigir, ha llegado Chanel a Eurovisión. Las redes sociales han demostrado el español que llevamos dentro, ese instinto controlado de aquella manera, y se han inundado a las pocas horas del bodrio televisivo de fotos del culo de la señorita en cuestión echando por tierra el nuevo dogma feminista de Irene Montero, allí donde la censura pierde su casto nombre.
Qué manía con ponerle el burka de la nueva censura a la alegría, al chiste, la carne, la palabra desafortunada, al acierto, al error, a lo grosero y a lo snob, al amor, al grito, al dolor, a los finales felices y a los que no lo son. Como si así las cosas pudieran ser distintas a lo que son.